domingo, 28 de diciembre de 2008

Principio de tierra



Broté de la tierra como lo hace la hierba en asolados yermos.
Inviernos sinuosos y coloridos
moldearon, con uñas cortantes,
mi rostro de horizontes extraviados.
Mis manos crecieron
y con ellas también los pensamientos,
las dudas, los molestos deseos.
En el Ser infinito confié y me arrepentí enseguida,
mi corazón lo llamaba,
mi razón lo repelía.
Y es que,
¿cómo ser silencio
si las grietas de la vida, voraces, tragan tropeles de alientos?
¿Son alimentos?
¿Cómo ser movimiento y tiempo
cuando las luchas se estancan,
cuando los resplandores se opacan
y las manos secas siguen arañando el suelo?

Antes de las dos décadas,
hasta la orilla de la tierra decidí vagar
sin más acompañante que mi propia vida.
Un amor atrofiado me espoleaba, me azuzaba,
me atenazaba con su lúbrica reminiscencia de pantanosos placeres:
danzantes sexos friccionándose como llamas,
anegados en salino rocío,
negros en la oscuridad negra,
y los alientos de fuego hurgaban entre la humedad.
Después las áridas miradas,
los dolores cotidianos,
la acritud verdosa del cansancio.
En las máscaras el semblante era cenizo
y sobre las cejas un lago estriado lleno de fastidio.
Mi alma revoloteaba
en la mortecina luz del deseo,
giraba deslumbrada,
soportando el amargo veneno
de sus ardorosas sombras entrelazadas.
Los ojos de agua se tornaron secos,
pedregosos,
parajes solitarios peinados por sombrías alas,
polvo hirviente,
ávido de venganza.

Sin embargo,
el cielo de tinta con sus puntos de plata,
arañado de rasguños fugaces,
silenciosos como nocturnos animales,
me prometió brisas teñidas de aurora,
canciones de líquidos ritmos,
odres ahítos de olvido.

Pasaron los días,
como niebla a través de una ventana,
y por dos veces el fuego
secó las calles y las tornó sedientas,
y por dos veces el agua
tendió sus hilos,
uniendo el cielo con la tierra.
Los estudios agonizantes en su marcha
dejaban pocos suspiros para el tiempo,
mi mente hervía de moscas,
mis pasos apestaban.
Las noches y los días
en mi cuerpo eran lo mismo:
sobriedad y razón, desconocidas palabras.

Y así, recostado en el fango,
mis manos rozaron el velo de su sombra
y de inmediato ardieron,
se incendiaron,
al sentirla acompañada de un aliento inesperado.

Nuevamente perdido…
¡Más perdido que nunca!

Soles y lunas nacían y morían,
y yo luchaba contra el deseo de acercarme
y alejarme de ella, algún día.
En mi pecho una planta nueva crecía:
capullos colgantes,
puños de tierra,
esperanza y angustia se alternaban.
Mis huesos,
ávidos de ligeras alas
desde sus cimientos crujían,
se resquebrajaban.

El momento llegó
de la mano de una de esas lunas:
nuestros labios al fin bailaron juntos,
en la noche ciega las manos se encontraron
y las exhalaciones en un soplo se trenzaron,
latidos, gemidos
y algún leve brillo
gotearon, destilaron,
en la habitación sin sonido.

¿Por qué tus ojos se vaciaron en la lejanía
buscando acallar el ardor irritante del remordimiento,
negándole a mi piel sedienta,
el trago prolijamente acariciado?

Ascender otra vez la cuesta
sin mirar las anteriores huellas,
enfrascado en la tinta sin sangre de papeles miles,
comparando y codiciando reflejos
que se empalmaran con mi pena.
Así volví a la espera,
a los cantos con voz de lobo
en el jaspeado pavimento bordeado de humo,
picoteado de oro sucio,
sembrado de inmundicias
y obscenas caricias.

Me convertí en un cometa
que sobrevolaba siempre la misma órbita,
buscando sin descanso serle infiel a la soledad.

Los días pasaban en parvadas
rayando el cielo hacia poniente
y en mi rostro el pelo fluía luengo, incontenible,
en arremolinados torrentes.
¿Cómo encontrar el fin de la oscuridad
si los pies hollan sin enterarse
los bordes mismos del amanecer?

A un paso de abandonar las turbias aguas,
arropado por la neblina fría,
el amor por fin hendió su vaina,
bregando,
reptando,
enterrando las uñas
sobre la escurridiza luz del día.

El peso en las botas se extinguió poco a poco,
era imposible asirse a la tierra.

Y en el cielo,
mar de pulidas olas,
las palabras cayeron derretidas en goteo de miradas,
como agua de sol
que se filtra en el verdor bullente de las hojas.

Apenas todo comenzaría…

viernes, 19 de diciembre de 2008

Alegrías de cartón

En la recta final de El bandido se puede leer esta breve y abismal reflexión:

Era tan soso, tan aburrido mirar el propio sufrimiento; mirar el ajeno, en cambio, lo despertaba a uno. Aquellas dos habituales del restaurante, por ejemplo: qué miserables le parecían al bandido. Estaban siempre allí, como en busca de una pizca de felicidad. Sí, daban esa impresión. "A uno no debería notársele que es impaciente, que le exige a la vida y que está deseoso de algo en general", pensó él. "Es algo que causa mal efecto. Deberíamos parecer el mayor tiempo posible culquier cosa por la que nos puedan apreciar y tenernos simpatía. A quien se le ve que busca amor, no encuentra ni clemencia ni amor; se le pone en ridículo. Quien vive en paz interior, quien está completo, quien se ha reconciliado consigo mismo y con su existencia, quien da una impresión de equilibrio: he ahí quien merece el amor. Pero a los otros, a quienes parece faltarles alguna cosa, en lugar de darles un poco de placer, aun se les quita algo sin querer, así es la vida y no tiene visos de cambiar. Quien parezca satisfecho con lo que es y lo que tiene, tiene perspectivas de recibir aún algo más, pues tendemos a ser complacientes con él porque advertimos que sabe poseer [...]"[1]

Saber poseer. ¿Qué podría sonar más sencillo y al mismo tiempo ser tan endiabladamente difícil? Si se consigue, por los medios que sean, algo que no tiene la mayoría, por lo general es menester ostentarlo. Señores, tengo este "algo" que ustedes no tienen, y por tanto, no harían mal en pensar en mí como alguien que ha triunfado. Y lo mismo sucede con la felicidad. Quien la busca con avidez (como si fuera una obligación de la vida suministrárnosla) y no la consigue, suele poner en práctica sórdidas representaciones en las que siempre parece estar a punto de alcanzarla, y así lo cuentan a quien esté lo suficientemente cerca para oírlo. Haré esto y aquello, y seguramente seré feliz, y entonces, cuando te hagas una idea mental de mí, podrás envidiarme porque creerás que soy uno de los pocos escogidos que pudieron entrar al reino de los felices de cartón...
Pero quizá ya me estoy alejando de la idea central de Walser.
Siempre me pasa cuando pienso en la felicidad.

[1] Robert Walser, El bandido, Ediciones Siruela, Madrid, 2004, p. 119.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Mañana

Justo aquí se está en medio de la calle. Si se mira hacia arriba, se verá un cielo blanco con manchas grises y algún agujero azul. A los lados hay unos pocos coches aparcados y también varios árboles que tornan sombrías las entradas de las casas. Buena parte del tiempo, esta calle es uno de los cada vez más raros islotes de tranquilidad que aún le restan a la ciudad. Lo que en cualquier otro lugar son normalmente ruidos continuos y chirriantes, aquí suelen languidecer y terminar en murmullos: el ladrar solitario de algún perro, los cláxones resonando como gemidos en el tráfico, las ambulancias aullando atrapadas en las cuadrículas de los autos, o el rayón agudo de las llantas sobre el pavimento, similar al rasguño de un cuchillo sobre un plato de porcelana.
Poco antes de llegar a la esquina, bajo un árbol, hay un coche con los vidrios empañados; diminutas gotas de rocío lo cubren por completo. A través de los cristales difusos se vislumbra la figura de una mujer que aferra el volante con los ojos clavados en el tablero, en un incierto lugar entre los números que señalan los 60 km y los 70 km. Las manos están crispadas, rígidas como raíces. Sólo las aletas de la nariz se mueven, expandiéndose y contrayéndose con rapidez, sin descanso. La mujer cierra los ojos, los aprieta, y comienza a escuchar los latidos de su corazón, opacos, oscuros, como en una caverna. Unos segundos después enciende el auto.
El ruido corta como sierra el silencio de la calle y en seguida se escuchan las protestas de algunos pájaros. Se ve el auto que comienza a avanzar con lentitud, una velocidad común, digamos, para una zona habitacional como ésta. Sin embargo, al llegar al recodo, gira en contrasentido sobre la avenida en que desemboca la calle.
Se alcanzan a distinguir los cambios en el sonido del motor mientras acelera: segunda… tercera... cuarta... Poco después se escuchan algunos pitidos, y también gritos, que en la lejanía semejan secretos estridentes. Y unos instantes más tarde el ruido de fierros que chocan, como truenos desabridos. Después la tranquilidad regresa, los coches yendo y viniendo, como rumor de agua que corre. Sobre la avenida, frente a la calle, hay un puente, y allí de pronto aparece el metro corriendo encima. Parece la cinta de una película.
Algunos pájaros se han descolgado hacia donde estaba el auto. Picotean en el pavimento mientras mueven con rapidez sus pequeñas cabezas y dan minúsculos brincos.
Seguro que alguien echó migajas en el piso.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La hoguera y las hormigas



Sigo inmerso en las pesadillas provocadas por el hombre contra sí mismo.
En la entrada anterior hablé del desconcierto de Sin destino, de la grotesca felicidad que experimenta el protagonista cuando evoca esos tiempos en los lagers alemanes. Y de pronto veo que esas vivencias se despliegan en ramificaciones aún más complejas: el exilio, la pérdida de la identidad, el regreso, etc.
A propósito de lo anterior, encontré por estos días una pequeña historia que, a pesar de su aparente simplicidad, tiene el vertiginoso nivel de una alegoría y además podría servir como introducción a los archipiélagos de Solschenitzin, otro cronista del infierno:

La hoguera y las hormigas [1]

Eché al fuego un trozo de madera podrida, sin darme cuenta de que estaba enteramente poblado de hormigas.
La madera empezó a crujir, salieron de su interior las hormigas y echaron a correr con desesperación, intentando llegar al borde de la superficie, donde se retorcían antes de quemarse entre las llamas. Empujé la madera y la alejé del fuego. Ahora pudieron salvarse muchas de las hormigas, que huyeron por la arena o sobre la pinaza. Pero, cosa extraña, no se alejaron de la hoguera. Apenas recuperadas de su espanto, volvían, daban vueltas, como si una fuerza desconocida las obligase a regresar a la patria recién abandonada, muchas de ellas volvieron al trozo de madera que aún ardía, recorrieron su superficie y allí encontraron la muerte...

[1] Alexander Solschenitzin, Por el bien de la causa, Editorial Bruguera, Barcelona, 1972, p. 202.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Rostros de la felicidad



El Holocausto Judío y la Segunda Guerra Mundial, han sido temas muy tratados en la literatura y el cine (a veces hasta la exasperación, como suele suceder cuando un tema obsesiona a los "creativos" guionistas de Hollywood) durante los últimos sesenta años. Las palabras que más se han utilizado cuando se habla de esa experiencia, son "horror", "infierno", "maldad", "calamidad", etc. E inevitablemente, uno se contagia de la oscura perspectiva que generan semejantes palabras; en el imaginario, al menos en el mío, ese acontecimiento siempre había sido la sima más profunda a la que puede llevar la delirante estupidez de una idea. Una especie de arquetipo moderno de la maldad racional, a pesar de que no ha sido el único en la decena de miles de años que conforman la historia humana; o por lo menos en aquella que cuenta con registros, porque es casi seguro que desde que el homo sapiens empezó a propagarse por la tierra, ha habido un sin fin de sucesos llenos de injusticias y esclavitudes.
Creo que por eso fue tan profundo el desconcierto que experimenté al leer Sin destino, de Imre Kertész. Me explico: nunca antes había encontrado a alguien que hablara de sus días en un campo de concentración Nazi como de una época dorada, como de algo parecido a la felicidad. En especial porque todo se narra en primera persona, desde la perspectiva de una "víctima". Por supuesto, está latente la posibilidad de que Kertész estuviera jugando a espantar al lector desprevenido, a escandalizar a todos aquellos que suelen hacer lecturas que sólo remueven el polvo de la superficie. Y sin embargo, no creo que sea exactamente una provocación. La novela (que según él mismo aclaró: no es una autobiografía) se desarrolla al más puro estilo de las Bildungsroman: está presente el viaje, el descenso a los infiernos, la ausencia, la memoria (si bien siempre trasminada por la duda); es decir, el protagonista es apenas un adolescente cuando de pronto se ve envuelto por acontecimientos que quizá nunca comprenderá, pero que constituyen su etapa de crecimiento.
La prosa, fría como piedra, carece de los previsibles patetismos ante las terribles escenas que se describen. Y termina siendo una especie de piquete en el culo de cualquier moraleja que se pudiera inferir al final de la novela. Es sólo un montón de cosas que suceden antes del inevitable retorno a casa. ¿Y después? Kertész hace ver que no queda más remedio que seguir adelante con la vida, en donde acaso también otra clase de felicidad esperará en cualquier recodo del camino, como si fuera una trampa.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Ay de ti que duermes navegando



Apenas comienzo a leer los primeros versos de Mirándola dormir y por un momento puedo imaginar que estoy dentro del escenario bosquejado por el poeta: la habitación, desteñida por una oscuridad parda, en la que los únicos indicios de luz son de color ceniza y provienen de una “T” formada por dos líneas, ambas producto de las gruesas cortinas entrecerradas que bloquean la visión del exterior. Es como si todo el mundo se redujera a aquel espacio delimitado por cuatro paredes. Resulta imposible saber si ese instante está ubicado antes del nacimiento del día, o si por el contrario, se encuentra en una breve extensión de tiempo que avanza lentamente hacia la noche, lo mismo que una barca que cruzara un lago. Mas no tardo en advertir que eso en realidad carece de importancia: el lugar puede armonizarse con cualquier disposición imaginativa.
Conforme progreso en la lectura, me siento capaz de agregar detalles que el poeta nunca determina, y es que me doy cuenta de que tal vez estoy cayendo en el embrujo de elaborar mi propia ambientación, como si fuera presa de una especie de contagio de la palabra: puedo palpar la imagen de un cuarto lleno del rasguñado silencio de un bosque de edificios; incluso, si se presta un poco de atención, es posible escuchar hasta el agudo y lúgubre sonido que producen cuando el viento roza los espacios existentes entre uno y otro. Y en medio de ese engañoso mutismo, de pronto comienza una lluvia ligera, más parecida al espumoso sonido del orvallo que al convulsivo desencadenamiento de un aguacero. El rumor del agua despierta al hombre que yace junto a la mujer. O quizá no lo despierta, solamente lo obliga a levantarse, presa de esa necesidad inexplicable que a veces nos hace huir de los momentos de infinita calma.
El hombre pudo haber encendido un cigarrillo, pudo haberse dirigido al baño para aliviar sus necesidades inmediatas, o tal vez sólo quiso reconocer la ceguera exterior de la ventana; en cualquier caso, es muy probable que haya reproducido un gesto automático sin, obviamente, percatarse de ello. Empero, es justo allí donde nace la revelación: con el rumor de la lluvia llenando los poros del silencio y los ojos ya acostumbrados a la tibia oscuridad de la alcoba. El hombre logra discernir la silueta de la mujer dormida, completamente fatigada de amor, abandonada en la cama con los brazos abiertos en cruz, "como un Cristo femenino". Y con ello, imperceptiblemente, comienza la observación minuciosa, la avalancha de vertiginosas cavilaciones.
Comienza a fraguarse el poema:

Ay de ti que duermes navegando.
Como el pájaro que duerme con los ojos abiertos.
Con la imperfecta serenidad de la que irradia perfectamente trastornada.
Con las manos tensas y el mentón altivo; los ojos un poco inclinados hacia dentro, un poco de soslayo, un poco a la manera del que mira sin mirar.
Con los senos de fuego altisonantes.
Con los poros de la ternura violentada, activos resoplando.
Y los dedos sobre extensiones carnales y perdidas, en pulcritudes domésticas y bárbaras, sobre juegos de azar y de certeza.
Con el instante un poco a la deriva, en el parpadeo de su órgano nupcial.
Con el parpadeo fabuloso de la creación que se celebra en la pura filigrana del amor.
Recostada plácidamente, si tu placidez no es aquel subterfugio del dibujo lácteo que denuncia al mar, del dibujo etéreo que describe a una mujer arrodillada ante algo indescifrable.
Recostada y soñando con la fauna al cuello, con pretensiones de ola sin memoria, con tu más hermoso sentimiento, casi en el ahogamiento, en las clemencias deleznables.
Sumergida con Dios a la mitad de la sombra y con el Diablo a la mitad de la luz, como si se cohabitara largamente con el arcaísmo... [1]

[1] Homero Aridjis, Mirándola Dormir/Perséfone, Lecturas Mexicanas. CONACULTA. México, 2003, p. 15.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Pasos furtivos


Hoy he comprendido tus pasos furtivos.

Intentas escapar de los sueños del poeta,
y además,
llevarte todo a cuestas:
el vértigo lleno de rocío de tus ojos,
el lenguaje perturbador de tu piel,
la zona exacta donde la voz se convierte en caricia…

Pero el poeta no te abandonará tan fácilmente.
Te seguirá soñando con polvo de luna en la silueta,
y pese a tus infantiles rabietas,
quizá lo encuentres algún día
acosándote otra vez con la mirada,
siguiendo el sinuoso vaho de tus colores,
pendiente de cualquier humor
que arrojes a las calles desiertas.

Ya sabes:
tendiendo puentes llenos de árboles y poemas.

sábado, 25 de octubre de 2008

"Ceguera" o de lo literal



Es difícil –y casi siempre innecesario– comparar dos lenguajes artísticos distintos como son la literatura y el cine, aun cuando ambos se enfocan en mayor o menor medida en la descripción de una situación o un escenario. Ahora bien, lo anterior resulta inevitable cuando se trata de llevar a la pantalla Ensayo sobre la ceguera, muy conocida (y venerada) novela de José Saramago. Y es que la película de Fernando Meirelles es buena si uno la imagina como primera revelación para las personas que aún no han leído el libro: la fotografía, el ambiente blanquecino, inquietante, que se ve en cada cambio de encuadre, y la acertada musicalización, dan una idea bastante cercana a esa sensación de incertidumbre que permea durante toda la novela. Ni qué hablar de los escenarios en los que transcurre la historia; exactos para mi gusto.
La película es buena, repito, pero buena a secas. Es decir, creo que no logra transmitir el angustioso vértigo que se va acumulando a la manera de las bolas de nieve, y que tiene su culminación con la muerte de los "malosos" en el incendio del hospital. Las dos horas que dura la película no dan para tanto. Incluso me pareció un poco, cómo decirlo, presurosa. Con una especie de "ansia inexplicable" por llegar al final. Por supuesto, esto no es culpa del cine como medio, cuyas herramientas se pueden aprovechar perfectamente para lograr que dicho vértigo sea semejante al que produce el libro. Pero entonces, ¿cuál es la razón de su resultado apenas por encima de lo mediocre, de ese "buena a secas"? Quizá sea algo que se suele criticar tanto a favor como en contra: la transcripción concienzuda de un lenguaje a otro. Meirelles fue demasiado literal en la adaptación: el mismo principio, la misma cronología, el mismo final que aparecen en la novela de Saramago. Una lectura febril del libro dura entre tres y cuatro días. Así que ni siquiera es necesario explicar el previsible fracaso de una adaptación tan literal. No se alcanzan a sentir los límites del asco y la suciedad humana en los que se hunden los personajes durante el encierro. La brutalidad de la maldad ciega (escasamente interpretada por Gael García Bernal, cuya maldad es más bien bufonesca) se queda sólo en estado latente, como un tufillo que se percibe durante una caminata. Las relaciones entre los personajes principales apenas se sugieren en la película, que sobre todo se enfoca en el doctor (Mark Ruffalo) y su esposa (Julianne Moore).
En la novela, en cambio, no existe tregua. Es casi como si Saramago hubiera querido poner a prueba los límites morales y sensoriales del lector. En la película, me da la impresión de que Meirelles estaba demasiado preocupado en que pareciera una película del libro de Saramago, antes que una relectura hecha por él mismo. Cosa que curiosamente no le sucedió con la adaptación de la novela de Paulo Lins (Ciudad de Dios), cuyo resultado, desde mi perspectiva, fue más fresco y fulgurante, equiparable sin duda a la misma novela. Acaso la sombra de Saramago pesó de manera fatal en su albedrío como director.
En fin, ya lo dije antes, es algo que se ha criticado a favor y en contra. No faltará quien diga que retrató muy bien el espíritu del libro, merced a la literalidad de su adaptación; y tampoco faltará quien la despedace por su estéril atrevimiento.
Para la novela de Saramago esto no tiene la menor importancia. Al contrario, es sólo otra forma de difusión, de la cual, por cierto, hace mucho que no necesita.

* Imagen: escena de la película Blindness (2008), dirigida por Fernando Meirelles.

viernes, 17 de octubre de 2008

Una de espías



Entre las múltiples historias que hilvana el narrador de Encomio del tirano –esa suerte de amable embaucador, que también se autodefine como un juglar, o incluso, no sin sorna, como un escritor que ofrece historias "publicables" a su editor o tirano, tal como lo haría un buhonero– hay una que resulta especialmente exquisita: la historia de espías. De momento dejo de lado un par de motivos que me rondan a propósito de este libro de Manganelli, todo para que el amable lector se deje llevar por la sorda hipnosis de las palabras:

[...] Como editor, sé lo que quieres de mí: una historia de espías. Tengo en la cabeza una, muy confusa y extravagante. A mí me gusta, creo que podría divertirte. Aquí también empezamos por el problema del lugar; una ciudad industrial, supongo, de cierta aerodinámica eficacia tecnológica. Pienso en avenidas rectilíneas, ángulos rectos, jóvenes de miradas secas. Naturalmente, sentimentales. Ya no es el poeta que se enamora de la costurera; es el proyectista de astronaves; el inventor de la marcha atrás cometacompatible: un genio de las matemáticas. Una ciudad de laboratorios, y es una ciudad del poder; una capital, una metrópolis minúscula, de insondable supremacía. Esta ciudad está invadida por los espías y por los espías de los espías. Considerado en conjunto, una sinecura. Nadie puede moverse; nadie puede descubrir absolutamente nada. La capital está perfectamente protegida. Pero un día –me gustan estas desviaciones moralmente mediocres. Me parece como estar en el cine–. Un día –esta forma de afrontar un dilema decisivo no sólo es vulgar, es infantil; pero esta inocencia no carece de gracia–. Un día –claro, es inevitable que algo, sea lo que sea, suceda un día, y por lo tanto esta locución es en todo caso impropia o superflua; y además, el día incluye la noche, y por lo tanto si dijera la noche diría algo más sensato que al decir este bobo, irritante, indigno de mí, "un día"–. ¿Indigno de mí?, pues entonces digámoslo. Un día, he aquí que una puerta, movida por la corriente, se estremece, oscila, golpea. Es necesario saber que en esta ciudad existe el culto de las puertas y de las llaves. Todas las casas tienen puertas eficaces, todas las puertas tienen llaves pertinentes, todo el mundo cuando entra y sale cierra las puertas con llave. Es imposible, socialmente, moralmente imposible que una puerta oscile y golpee. Pero esa puerta lo está haciendo. La situación, extravagante e increíble, hace que acudan los coches de la policía antiespías. Empuñando las armas –éste es lenguaje de tebeo, pero ya te he advertido que yo no sé contar, esto es sólo un esbozo, una idea para tus relatadores editoriales. En resumen, que éstos entran en la casa; está vacía. Es decir, el fulano que vivía en ella ha desaparecido. Los guardias se acomodan en la habitación –digamos que la casa es una única habitación amplia, llena de maquinarias– y esperan. No regresa nadie. Al cabo de unos días, llegan los técnicos del espionaje, y se ponen a revolver. No tienen mucho qué revolver. En un cajón que no está cerrado con llave –eso también resulta extraordinario en aquella ciudad que profesa el culto por las llaves– hay una carpeta con unas cuantas decenas de hojas, dibujos y diagramas, mapas. En breve resulta claro lo siguiente: ese fulano que ha desaparecido sin cerrar la puerta ha descubierto todos, absolutamente todos los secretos de la capital, la ciudad de insondable supremacía. No sólo eso resulta sobrecogedor, sino que el espía, porque es obvio que de un espía se trata, y absolutamente fuera de lo común, no ha hecho nada para ocultar su condición; al contrario, ha dispuesto las cosas de manera tal que todos supieran que los secretos de la ciudad más poderosa del mundo habían sido descubiertos. Podemos pensar también que en una hojita, sobre una mesa, hay un número de teléfono subrayado. ¿De dónde? En la ciudad existe un número que corresponde. ¿Una lavandería? ¿Un perito forense? ¿Un exorcista fracasado? ¿Un burdel para científicos? Todas son historias que os coloco delante. Basta con tener algo de estilo, precisamente eso que a mí me falta. Los jerarcas de la ciudad son presa del pánico. No basta con que el espía lo haya descubierto todo; no se sabe a quién ha pasado los secretos. No se sabe a merced de quién está ahora la ciudad más poderosa del mundo pero lo cierto es que está a merced de alguien. Puede ser alcanzada en cualquier momento de forma irreparable. No tiene defensas ni puede atacar primero. ¿Quién tiene en sus manos los secretos? Aquí empieza, en mi opinión, la segunda parte de la historia. No faltan indicios, empezando por ese número de teléfono; personas que dicen despropósitos; un amigo del espía inhallable, el papel en el que están escritos los apuntes. Pero los indicios llevan hacia objetivos distintos, incompatibles, imposibles. Por ejemplo, una aldea de pastores. ¿Será posible que entre esos pastores aislados y analfabetos haya alguien que aspira a capturar la Ciudad? Febriles indagaciones sobre los habitantes de la aldea, en especial sobre un joven profesor de matemáticas. ¿Qué ha venido a hacer a esta aldea? Él contesta: el aire limpio. Se indaga en las otras ciudades, que podrían ser rivales, si bien no sea posible pensar en una ciudad rival. Los jerarcas de la ciudad sospechan los unos de otros. ¿Es que acaso alguien medita un golpe de Estado? Esta hipótesis podría consentir anotaciones fuertemente críticas acerca de la tecnología. Después, un golpe de efecto. Tal vez tenga que ver algo el número del perito forense. Los muertos. El espía ha pasado la información a los muertos. Los demonios, dado el exorcista fracasado. Indagación acerca del exorcista. ¿Cómo ha fracasado? ¿Quiénes son los demonios? La estructura ideológica de la ciudad comienza a resquebrajarse. Pongamos una cartomántica. No parece imposible que la información haya sido pasada a un imperio del pasado, digamos los Aqueménides, los Mongoles; y que la invasión esté lejana por pocos instantes, ya que incluso los siglos transcurridos están enteros en un segundo. ¿Y si fuera una potencia futura? Las hipótesis se acumulan, y la ciudad empieza a defenderse de todo: desentierra a los muertos y los quema, importa trenes de exorcistas, se dota de un calendario secreto y enigmático para desorientar a los atacantes del pasado y del futuro, se reconstruye en falso estilo antiguo, no tarda en caer en una forma de demencia de la jerarquía. La ciudad ya no tiene una idea de sí misma. Es supersticiosa, está invadida por los satanistas, hechiceros, nigromantes, gafes, especialistas en el mal de ojo, en darlo y quitarlo, acróbatas, cuentacuentos, humoristas, cinematografistas en busca de ideas, vagabundos, putas, matemáticos que no saben hacer divisiones con coma, inventores del movimiento perpetuo. Creo que esta parte sería divertida. ¿Cómo dices? Creo que una cosita de unas ciento cincuenta páginas, doscientas quizá. Con un plano de la ciudad. ¿Qué cómo acaba? Ya sabes que no me gustan las historias que acaban y no le gustan tampoco al Creador y no te gustan tampoco a ti. Podría ser que un día el espía regrese, y diga: ¿Qué me dais si os digo a quién le he pasado vuestros secretos? Los jerarcas quieren matarlo, pero no pueden matarlo: él es la única esperanza que les queda. Lo ves. Es una parábola sobre la exquisitez del espía. Helo ahí, el espía que sabe, la única persona en la ciudad más poderosa del mundo que sabe exactamente quién es más poderoso que la ciudad más poderosa del mundo. Es el traidor. Es intocable. Tal vez reduzca a cenizas la ciudad. Tal vez la salve. Nadie puede saberlo. Él sólo conoce el nombre de la Sombra que hace enloquecer a los poderosos. En mi opinión, una hermosísima historia. ¡Ah, el espía! [1]

[1] Giorgio Manganelli, Encomio del tirano, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 102-105.



jueves, 9 de octubre de 2008

Las puertas de marfil de tus hinojos



Definitivamente, Efrén Rebolledo no es el más famoso de los poetas en México. Antes bien, es todo un desconocido para el lector común, que suele estar fuera del campo de la historiografía literaria. Sin embargo, es él quien arroja los primeros poemas eróticos en 1916 a la mojigata sociedad aún de tintes bastante porfirianos. Caro Victrix se llama esa colección de doce sonetos que deslumbran como gemas por su elegancia y su profunda concupiscencia.
Y aquí tal vez más de uno recordará aquel poema titulado "El vampiro", perteneciente también a Caro Victrix, y que hace poco recuperara Roberto Bolaño en la escena en que Juan García Madero (uno de los escurridizos protagonistas de Los detectives salvajes) se sirve de él para poner en práctica un onanismo desenfrenado al sospechar, entre otras cosas, la "cópula florida"[1] en ciertos versos de oscura significación. Dejo aquí una rebanada...

Se recomienda ampliamente memorizarlo y soltarlo después en un ambiente penumbroso. La idea original de este post también era mostrar una interpretación personal del soneto, pero goear me ha estado dando una lata infernal.


Posesión

Se nublaron los cielos de tus ojos,
y como una paloma agonizante,
abatiste en mi pecho tu semblante
que tiñó el rosicler de los sonrojos.

Jardín de nardos y de mirtos rojos
era tu seno mórbido y fragante,
y al sucumbir, abriste palpitante
las puertas de marfil de tus hinojos.

Me diste generosa tus ardientes
labios, tu aguda lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.

Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino,
gemiste de delicia y de congoja.


[1] Curioso término acuñado por Luis Mario Schneider en el prólogo a Salamandra - Caro Victrix, de Factoría Ediciones, cuando enlista los diversos temas que pueblan Caro Victrix y que retomo para referirme a la sodomía velada que presiente el personaje de Bolaño.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Estudiosos de la verdad



El poder tiene siempre a la mano innumerables (y justificables) métodos para indagar "la verdad". O al menos una verdad que pueda satisfacer sus propias expectativas. En Esperando a los bárbaros (Waiting for the barbarians), Coetzee pone en boca del viejo Magistrado de aquella remota frontera del imperio una serie de preguntas que retumbarán como tañidos de campana a lo largo de toda la novela, cuando cuestiona al coronel Joll acerca de la necesidad de la tortura como una especie de suero de la verdad:

¿Qué ocurre si el preso dice la verdad –le pregunto– pero nota que no le creen? ¿No es una situación terrible? Imagíneselo; estar dispuesto a confesar, no tener nada más que confesar, estár destrozado y sin embargo ser presionado para seguir confesando. ¡Qué responsabilidad para el que interroga! ¿Cómo puede usted saber cuándo un hombre le ha dicho la verdad?[1]

La responsabilidad de quien interroga. ¿Cuántas veces no se han sabido casos en los que cualquiera admite haber cometido todas las horrendas fechorías que se le imputan, sólo para dejar de sufrir? Recuero un chiste muy viejo que ilustra lo anterior de manera más bien agridulce: en algún lugar del planeta se convoca a policías de todo el mundo para que encuentren a un elefante perdido en la jungla con el fin de valorar sus aptitudes para la investigación. Así, a las pocas horas aparecen los representantes del FBI con un elefante africano, que camina majestuoso ante los jueces de la competencia; poco después, los representantes de Scotland Yard traen de la trompa a uno de los míticos elefantes blancos; y después de varios meses de espera, aparecen finalmente los policías judiciales mexicanos, pero arrastrando de las orejas a una liebre. Los jueces del certamen, asombrados y cariacontecidos, ni siquiera son capaces de pronunciar palabra ante el insólito hecho: la liebre sangra de la nariz, tiene un ojo oculto tras una hinchazón terrible, y en vez de lucir sus típicos dientes de liebre, grandes y blancos como ventanales, luce un hueco con algunos restos desportillados. El policía judicial mexicano que arrastra a la liebre se acerca a los jueces del certamen y con un rugido estremecedor le pregunta: "¿Qué eres, hija de puta?" La liebre, presa del terror grita en el acto: "¡Soy un elefante, soy un elefante!" Y de inmeadiato se echa a llorar...
Por supuesto, el Magistrado de la novela no escapa a las ilusiones que el imperio entrega a manos llenas. Él mismo, y este es uno de los momentos más lúcidos de la novela (la cual por fortuna no tiene pocos), sabe que es la cara que muestra el imperio en los tiempos de paz. Sabe que habría podido escapar al vendaval de acontecimientos que sobrevendrán si sólo se hubiera ido de caza un par de días. Es decir, huir para mantenerse apacible con sus propias mentiras, en vez de malhumorarse debido a que en el horizonte ya vislumbra algo que amenazará la deseada tranquilidad de su vejez. Y por motivos asaz pueriles, el propio Magistrado degustará una larga serie de humillaciones y torturas que lo harán comprender el significado de saberse preso en su propio cuerpo.
Es cierto, una vez pasado el infierno habrá una mediocre reivindicación; pero al final, después de tanto sufrimiento gratuito (visto y experimentado), intuye, con lúgubre precisión, que en realidad todos los habitantes de aquella frontera perdida en el desierto sucumbirán ante las mentiras del imperio sin haber sido capaces de aprender nada.
Tal como sucede con los niños de pecho.

[1] J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros, Editorial Alfaguara, Traducción de Concha Manella y Luis Martínez Victorio, México, 1992. p. 15.


jueves, 18 de septiembre de 2008

Mirar por la borda




¿Qué es esto?
Tan breve es que no sé si llamarle vida,
tan al borde de la oscuridad
que el alma se resquebraja
cuando por accidente roza su tersura llameante.

¿Qué es, Dios?
¿Es acaso tu seno,
el espacio inabarcable de tu mirada?
¿O es el olvido de tus manos,
esa vitrina en la que observas
la ruta de nuestros torpes pasos?

No somos más que lo que miran otros, tú,
las ilusiones turbias que nos devuelve el espejo.
¿Acaso alguna vez somos verdaderamente?
Y los pensamientos,
¿qué son, qué fueron?
Sólo gotas cayendo lentas en la caverna
de nuestros cuerpos vacíos.
Es la vida.
Es la muerte.

Esas hermanas que sólo tú distingues:
un minúsculo instante entre tus parpadeos.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Y eso que les había consagrado la vida

En las páginas 23 y 24 de Rimbaud el hijo (eso al menos en la edición que tengo de Anagrama, traducida por María Teresa Gallego Urrutia), Pierre Michon pone uno de esos dedos impertinentes en la llaga de cualquiera que se presente ante el mundo con el apelativo de "escritor". Me refiero al momento en que describe al fallido poeta Georges Izambard con relación (injusta si se quiere, debido a la infinita diferencia de alturas entre uno y otro) a Rimbaud. Dice Michon:

Sólo que a éste [Izambard] la musa lo timó, y no se alza al llegar la noche inserto en la teoría de estrellas de los maestros, dueños y señores de la varilla; nadie hizo un busto suyo, acabó en lo hondo de un barranco, las doce sílabas le fallaron. Y eso que les había consagrado la vida. La varilla ama a quien se le antoja amar. Él también quiso ser Shakespeare en la adolescencia: pero la cosa no pasó de los veintidós años, concluyó en la primavera de 1870, en aquella aula por cuya ventana los jovenzuelos veían florecer los castaños y en uno de cuyos pupitres sólo él, Izambard, veía cómo Rimbaud se convertía en Rimbaud. El poeta Izambard seguirá por toda la eternidad en la cátedra de retórica del colegio de segunda enseñanza de Charleville, el profesor Izambard; tendrá para siempre veintidós años, su prolongada vida es papel mojado, y que escribiese y publicase no obstante con posteridad varios libros de poemas es, desde el punto de vista del ciclo del tiempo, como si se hubiese dedicado a escardar cebollinos.

"Y eso que les había consagrado la vida", dice Michon con melancólica ironía, porque sabe que al final el único juez incorruptible de todo artista es el tiempo. Todos aquellos intentos de lograr esa tenue eternidad dentro del género humano mediante un lindo rostro, unas fecundas relaciones sociales o una serie de complicadas estratagemas publicitarias (por no hablar de la simple mediocridad), quedarán sujetos al tono y al humor de quien se ponga a escudriñar un poco en la historia. Y es que, ¿cómo saber si en el propio cuerpo se alberga por lo menos una sola palabra que trascenderá más allá de un puñado de años, o más aún: de un puñado de lectores?
Otra cosa que queda flotando en el texto de Michon es la figura de la varilla (o bien, de la musa): que "ama a quien se le antoja amar", tal como algunos describen a la fortuna, aunque con diversas variantes: "la fortuna", según un dicho popular, "es una mujer ebria que se va con quien le place". La posibilidad de tropezar con ella existe para cualquiera.
Pero no nos engañemos con falsas esperanzas, ya que desde esa perspectiva somos tantos los condenados a escardar cebollinos, que será mejor que por lo menos tratemos de dejarlos pulcros, sin malas hierbas que enturbien su ínfima existencia: listos para aquel que se atreva a guisarlos a su debido tiempo.

martes, 26 de agosto de 2008

La posesión de Delaura



(Lectura oblicua de Del amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez)

No es fácil vivir en tierras ajenas, pero ése ha sido el destino de mi raza desde hace miles de años. Errabundos, cargando a cuestas con el silencio de un sólo Dios, siempre el mismo. Y las inevitables circunstancias que genera semejante modo de vida, pues como en mi caso, el ser obligados a huir para conservar el alma en el cuerpo, es cosa común en nuestra historia. La persecución de judíos estaba al rojo vivo en la península y ni siquiera los conversos podíamos estar a buen resguardo, debido a las continuas sospechas que recaían sobre nosotros, blanco siempre ideal para las pesquisas de la Inquisición. Así que, aprovechando las continuas expediciones a las Indias, me embarqué desde Portugal, confiado de que mi profesión de médico no sería mal recibida en estas tierras. No hace al caso mencionar ahora mis dotes en el campo de la medicina, quizá bastaría con decir que trato de reconocer las necesidades que el cuerpo manifiesta.
No se puede decir que a Cayetano Delaura lo haya conocido a causa de mi profesión, aunque tampoco se puede afirmar lo contrario. La primera vez que lo vi, me bromeó diciendo tras la puerta que era la Ley. Charlamos en latín (según mi costumbre) y pude apreciar la perfección de su acento, lo dejé curiosear a su placer entre mis libros, hasta que por fin logré saber el motivo de tan extraña visita: la supuesta rabia de la hija del Marqués de Casalduero, Sierva María de Todos los Ángeles, a quien él estaba designado para oficiar los actos de su próximo exorcismo. Vaya tontería. Pero bueno, ese era el motivo “oficial” de su visita, porque en sus ojos encontré respuestas mucho más certeras. Encontré que simplemente era un hombre enamorado, a pesar de su inmensa erudición y de sus hábitos sacerdotales. Pobre, tanto estudio echado a los albañales por sólo un resplandor fugaz del corazón.
Algunas semanas después me enteré de que había sido enviado como enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios y de inmediato lo visité, le reiteré mi amistad, pero él ya estaba más allá de todo razonamiento: tal es la demencia del amor. Poco después lo supe todo por sus propios labios: sus amoríos con Sierva María en la celda de ésta, el castigo del obispo al confinarlo en el hospital de leprosos, y su desesperación a causa de la intransigencia de la Inquisición para con la niña, quien simplemente no encajaba en los modos de pensar de aquéllos, con esa mezcla tan extraña que tenía entre las religiones africanas y un catolicismo silvestre enseñado por los esclavos.
Delaura nunca se pudo recuperar: la niña murió tal y como lo había vislumbrado entre sueños, y él, por su parte, abrigó por el resto de sus días la secreta y vana ilusión de contagiarse de lepra. Cosa que, por supuesto, no consiguió.
Definitivamente, el amor es el peor de todos los demonios.

lunes, 11 de agosto de 2008

El tiempo roto



Allí tenemos a Gelsomina di Constanzo, vendida por su madre a un forastero en tan sólo diez mil liras. Por supuesto, el tipo de cambio vigente en ese entonces no importa. Se trata de la posguerra italiana y cualquier dinero resulta imprescindible, sobre todo si también está la posibilidad de deshacerse de una boca más que alimentar. No es que no haya una suerte de cariño por parte de la madre, pero es que los billetes ya están bien sujetos en el hueco de su mano; y además, están todos esos hijos, acaso más rescatables que la propia Gelsomina, de por sí tan extraña, tan próxima a los terrenos de la idiotez… ¿Qué más da que sea la segunda hija que se vende al mismo forastero? ¿Qué más da que la anterior haya muerto en circunstancias oscuras, sin más explicaciones, y sin un interés adecuado por parte de la madre?
Y así, inesperadamente, en medio de una extraña despedida que se desarrolla en la intersección que forman las esferas de la farsa y el patetismo, se abre un mundo totalmente distinto para Gelsomina (interpretada por Giuletta Massina, quien tras el espacio dibujado por las cámaras, se desempeñaba como la esposa del propio Fellini), el mundo lleno de magia e ilusiones que suele asociarse con la idea de circo, en donde podrá bailar y cantar y conocer muchos lugares hermosos, ¿o no? Porque ese es el sueño de Gelsomina, una chica traviesa, desfachatada y sutil, sumergida en un perpetuo estado de asombro y tal vez descendiente de esa estirpe de bufones shakespearianos que encuentran siempre las partes amables de la existencia, aún cuando los acontecimientos se empeñen en demostrar que al final, todo eso no es más que un deseo insensato. Tal y como sucede con ese otro personaje atrapado eternamente en los lados hermosos de la vida, y que, como en su caso, es precipitado inexorablemente hasta el fondo de una oscura tragedia. Me refiero al príncipe Mishkin, aquel portentoso protagonista de El idiota, de Dostoievski.
Pero no nos adelantemos. Mejor indaguemos con quién habrá de comenzar esa nueva vida.
¿Quién es Zampanó?
Nadie sabe de donde viene ni cuál es su nombre verdadero. A lo largo de la cinta lo único que se nos revela, y es como si no se nos revelara nada, es que tiene un acento extraño, distinto al de los italianos comunes y corrientes. Es un tipo sin pasado, que consigue su sustento diario representando el papel de “hombre fuerte”, capaz de romper cadenas con sólo la expansión del pecho, en su miserable circo ambulante. No parece nunca estar interesado en razonar sobre ningún tema y su sentido de la ética se basa sobre todo en la amoralidad. Es mujeriego y violento, en fin, una representación perfecta de la vieja masculinidad, aquella que se emparentaba en más de un aspecto con los comportamientos de algunos animales. Pero hay que tener cuidado de no caer en la tentación de verlo solamente con puntos de vista maniqueos. A pesar de lo enumerado anteriormente, no es un personaje plano; es decir, un personaje que sólo se identifique con el lado “malvado” de la existencia. Hay un par ejemplos de ello: la transformación que experimenta cuando descubre que su fuerza bruta, hiperbolizada en el espectáculo circense, tiene consecuencias fatales en la vida real (un discernimiento inopinado de la absurda concatenación de acontecimientos que adquieren forma con aquella frase, entonada con toda la desesperación e impotencia de quien se sabe títere del destino: “no puedo ir a la cárcel por sólo un par de puñetazos”); y aquel último momento en que se reconcilia de alguna manera con la vida, después de mostrarse capaz del desamparo. Ambas, escenas memorables merced a la actuación de Anthony Quinn.
Hay un tercer personaje indispensable en el desarrollo de la trama. El Loco, encarnado por Richard Basehart. Ahora bien, Si de Zampanó es imposible sacar nada en claro sobre su pasado, la misma cosa sucede con El Loco. Es un saltimbanqui joven, superdotado en su actividad de equilibrista, y se le ve arrojando una risa muy peculiar en todo momento. Tiene además, una debilidad que será la portadora de su propia desgracia: no puede dejar de burlarse de Zampanó cada que lo ve, socavando con ello, si bien involuntariamente (o más aún: simbólicamente) la autoridad tradicional que suele pertenecer a quien se vale del poderío físico. En definitiva, es algo más fuerte que él.
Sin embargo, El Loco fungirá también como una especie de vidente que, sin querer, dará a Gelsomina una razón para permanecer con Zampanó. Le dirá que todo en esta vida está hecho para algo, que todo tiene un propósito, incluso una piedra. ¿Fatalidad? Quizá. El filme está lleno de señales que anticipan el destino de los personajes. El mismo Loco sabe que morirá pronto, en plena juventud, aunque naturalmente, él lo relacione con su actividad de equilibrista, siempre al borde de la calamidad.
Sobra decir que el destino de los tres personajes se trenza lo mismo que una enredadera, de manera sencilla e ineludible, con la simpleza de las fábulas, pero asimismo, con la complejidad de las alegorías, y aquí tal vez conviene recordar los intensos debates de aquel año de 1954, cuando la crítica tironeaba en diferentes direcciones al intentar descifrar el significado de La strada: Y aquí cito un fragmento de la biografía que hace Hollis Alpert en 1986 sobre Fellini:

Fellini se encontró, con su filme, en medio de una batalla entre fuerzas conservadoras y de la iglesia, por un lado, y la izquierda ideológica (marxista) por el otro. Los católicos vieron en La strada una parábola del amor cristiano, de la gracia, la salvación, en tanto que los críticos izquierdistas la deploraron como una desviación respecto del neorrealismo ortodoxo.
El punto de vista marxista más autorizado fue el postulado por Guido Aristarco, el director de una influyente publicación de cine, Cinema nuovo, quien acusó a Fellini nada menos que de individualismo burgués. “Ha reunido y atesorado con fervor –escribía Aristarco– los venenos más sutiles de la literatura de la preguerra… Busca sus propias emociones por los traicioneros caminos del sugestivismo y el autobiografismo, y confunde la agitación con una intensa necesidad de expresión poética”.
Fellini se cansó por fin de ese tipo de verborragia. Respondió en forma pública con una Carta a un crítico marxista, publicada en Il contemporaneo, y con una exposición de su propio credo. El filme, escribió, “trata de realizar la experiencia más fundamental para la apertura de cualquier perspectiva social: la experiencia conjunta del hombre con el hombre… Nuestro problema, como hombres modernos, es la soledad; sólo por intermedio de cada persona puede transmitirse una especie de mensaje, para hacerles entender –casi para descubrir– el profundo vínculo entre una persona y la otra. La strada expresa algo de esto con los medios de los cuales dispone el cine. Como trata de demostrar la comunicación sobrenatural y personal entre un hombre y una mujer que, por naturaleza, parecerían las personas que menos probabilidades tienen de entenderse, me parece que ha sido atacada por quienes sólo creen en la comunicación natural y política”.[1]


Aristarco le reclama a Fellini el haber anexado episodios de su propia experiencia al contar una historia que debiera basarse en la objetividad; pero, ¿no es precisamente eso algo que critica Walter Benjamin, menos de dos décadas antes, en 1936;[2] es decir, la supresión sistemática de la transmisión de la experiencia, que es la fuente donde deberían abrevar los verdaderos narradores?
Y más abajo, Fellini coloca otra cuestión no menos importante.
“El problema de los hombres modernos es la soledad”, menciona en algún momento en aquella carta y la frase, se queda vibrando igual que una campana, porque de inmediato se vuelve necesario recordar la escena, una de las más insólitas en la película, en que Gelsomina es llevada por un grupo de niños a la penumbra de un cuarto, donde otro niño, acaso un idiota, yace permanentemente en una cama.
Ambos se miran por algunos momentos con una intensidad desconcertante y poco después ella es echada del lugar por una monja iracunda. Una escena que nace de una visita que Fellini hizo a su abuela en Gambettola, donde descubrió a una chica idiota cuyos padres ocultaban debido a la vergüenza que les causaba. Cuando habla de dicha escena, Fellini explica:

La aparición de esta criatura, tan aislada y presa del delirio –y que por tanto tiene una dimensión sumamente misteriosa– … me parece que el hecho de unirla en un primer plano con Gelsomina, quien se le acerca y la mira con curiosidad, subraya, con una energía sugestiva bastante grande, la soledad de la propia Gelsomina.

Y sin embargo no podemos abandonar tan fácilmente esa idea: la soledad encontrada a partir de la vista del “otro”; o mejor aún: es en el “otro” donde reconocemos nuestra propia soledad. Pero avancemos, porque hay algo más sobre lo que quisiera conjeturar y para ello es necesario observar el momento climático de la película.
¡Hey, Me has roto el reloj! Dice El Loco poco antes de morir, y la frase, absurda en primera instancia, va adquiriendo poco a poco un sentido más profundo, más abismal, tenue y atroz al mismo tiempo, como a veces sucede en las pesadillas con cualquier acontecimiento ordinario. El reloj de El Loco se ha roto con los golpes de Zampanó, pero lo que en realidad se ha roto es el hilo de su propia vida. Y el asombro resignado con que El Loco lo advierte, hace recordar (parafraseándolo, por supuesto) “el carácter evanescente, absurdo, de la vida y del tiempo, árbitro de la mortalidad”, que mencionara Wole Soyinka con respecto a La strada y que curiosamente fue la primera inspiración para estas reflexiones. Zampanó le ha roto el reloj a El Loco, es decir, el tiempo, su tiempo de vida, y él lo proclama etéreamente, con la ligereza de quien ve la fatalidad como una simple impronta en la arena.
¡Hey, Me has roto el reloj! Dice El Loco, y poco después, para sorpresa de todos, se abandona a morir de forma apacible, con apenas unos cuantos gemidos, y tal pareciera que un tanto avergonzado de morir allí, en un paisaje bucólico, que según la tradición, está más hecho para los extravíos del amor que para los feos estertores de la muerte. Y es que recapitulemos un poco: no podemos encontrar ninguna de esas señales que, a lo largo de la historia del cine, nos suelen prevenir cuando algo oscuro se acerca: no hay música de tonos lúgubres, no existe esa tensión característica que profetiza la tragedia, no hay elementos que subrayen dramáticamente el transcurso de la escena. Todo acontece, si se me permite la expresión, en medio de una especie de desnudez teatral, en el silencio diáfano –y quizá cómplice– de la naturaleza, con un riachuelo que corre con mansedumbre bajo un puente.
El juego de actitudes que se ponen en acción en la simplicidad de la escena, no hace sino acentuar el carácter catastrófico de lo que está por ocurrir. Veamos: El Loco, encontrado por casualidad mientras intenta cambiar un neumático, se da el tiempo de silbar amistosamente, e incluso canturrear un: “Gelsomina, Gelsomina” no obstante que en su rostro se refleja una sutil angustia, pues sabe que por fin ha sido atrapado. Las tres fases encadenadas que muestra Zampanó, son posiblemente las más interesantes: la esperanza criminal con la que se relame en un principio ante la deliciosa perspectiva de saldar viejas deudas, después, el gesto de triunfo y satisfacción por el escarmiento que ha propinado a aquél que lo atormentaba, y por último, el espanto desahuciado cuando se percata que ha ido demasiado lejos. ¿Y Gelsomina?, se convierte en un simple testigo, presa del pánico cuando se sabe incapaz de intervenir.
Estamos frente a la primera “mala muerte”, según la concienzuda clasificación que Carlos Colón Perales hace de las muertes en las películas de Fellini:

Así se produce la muerte del Loco a manos de Zampanó y la de Gelsomina enferma y abandonada. Las dos muertes (una visualizada, la otra no) son necesidades absolutas del guión: la primera provoca la locura de Gelsomina y los furiosos y oscuros remordimientos de Zampanó; la segunda, tiempo después de consumarse, es la causa del derrumbamiento de Zampanó en la playa. Al mismo tiempo, el destino lógico del Loco es –en su graciosa fragilidad– sucumbir ante la brutalidad de su enemigo, y el de la desdichada Gelsomina (que no ha logrado establecer en su vida relaciones de afecto con nadie) es morir en el abandono.[3]

Y evidentemente, después de eso nada puede ser igual. Gelsomina, rota definitivamente la inocencia, se deja arrastrar por la locura. Y Zampanó, aterrado por esa misma locura, decide abandonarla a su suerte, olvidarse de ella.
Mas el tiempo, lo mismo que el riachuelo de la escena bucólica, no deja de correr, y ya al final del filme, nos encontramos con un Zampanó envejecido, que aún sigue ejerciendo su conocido número circense. No hay indicios de grandes cambios en su vida, salvo las canas y un visible fastidio; sin embargo, por casualidad se entera del destino final de Gelsomina, y eso basta para desmoronarse al fin, basta para sacar, a lo mejor por vez primera, todo el cúmulo de emociones reprimidas, basta para dejarse invadir por el desamparo, para conseguir, acaso demasiado tarde, alguna esperanza de redención…
Y así finalizo estas breves cavilaciones, apresando en un puño esa “redención”, como si me hubiera quedado sujetando el chaleco de alguien que se desprende de él por la fuerza. Y es que esa redención sólo puede ser obtenida volteando al revés todo el sufrimiento, lo mismo que se hace con un guante, o mejor, citando las propias palabras de Fellini, al “transformar el sufrimiento en alegría, la derrota en victoria. Eso es el arte, un milagro”.[4]

[1] Hollis Alpert, Fellini, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1986, p. 119.
[2] Walter Benjamin, “El narrador”, en: Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1998. p. 113.
[3] Carlos Colón Perales, Fellini o lo fingido verdadero, Ediciones Alfar, Sevilla, 1994, p. 128.
[4] Ibidem, p. 11.
Imagen: Escena de La strada (1954), película dirigida por Federico Fellini.

miércoles, 30 de julio de 2008

Dolores equívocos

En el lento descenso que emprende a través de su propia existencia durante un sólo día, Eric Michael Packer se convierte en un raro fetiche sexual en un pequeño apartado de Cosmópolis. Es decir, DeLillo pone en escena la humillación del poderoso como una especie de irresistible categoría erótica, dando un significativo vuelco con ello al lugar común que suele colocar al débil a disposición de los deseos de quien ostenta el poder: Eric (ese multimillonario que de buena gana jubilaría ciertas palabras del lenguaje solamente por su incurable anacronía con respecto a los nuevos términos que surgen de los avances tecnológicos) y la jefa del departamento financiero de su propia empresa (a la cual intercepta mientras se ejercita corriendo), Jane Melman, se ponen a conversar dentro de la limusina de él, acerca de los extraños movimientos de la bolsa de valores, del fenómeno que rodea los inusuales comportamientos del yen, en fin, de la economía mundial. Hasta aquí todo suena bastante anodino, salvo por el hecho de que mientras ellos conversan, el doctor Ingram explora alguna irregularidad en la próstata de Eric. Todo a la vista de Jane Melman. Cuando Eric se percata de que ella disfruta, sin poder ocultarlo, de ser testigo en esa situación, dice:

–El sexo nos descubre. El sexo nos revela como somos. Por eso es tan estremecedor. Nos despoja de toda apariencia. Veo a una mujer prácticamente desnuda y agotada, necesitada, acariciando una botella de plástico que oprime entre las piernas. ¿El honor me obliga a pensar en ella como ejecutiva y como madre? Ella ve a un hombre en una situación de humillación flagrante. ¿Es quien yo creo que es, con los pantalones a la altura de los tobillos y el culo en pompa? ¿Cuáles son las preguntas que se formula desde esa posición en el mundo? Tal vez, preguntas de envergadura. Preguntas como las que se formula la ciencia de manera obsesiva. ¿Por qué tal y no cuál? ¿Por qué música y no ruido? Son bellas preguntas, extrañamente idóneas para este momento infecto. ¿O acaso tiene una perspectiva limitada de las cosas y sólo piensa en el momento en sí? ¿Tal vez sólo piensa en el dolor?"[1]

Este acontecimiento es un eslabón más o menos del mismo tamaño que los otros que componen la novela, exceptuando el despeñadero final. Sin embargo permanece como el único momento en el que Eric se abandona realmente al placer de observar el goce que es capaz de producir en una mujer, incluso a sabiendas de las dos o tres escenas de sexo explícito que sostiene en ese único día. Por supuesto, queda el dedo invasor del doctor como una especie de moneda de la que el protagonista sólo se empeñará en tomar en cuenta el más fácil de los lados: el del dolor.

[1] Don DeLillo, Cosmópolis, Editorial Seix Barral S.A., México 2004, pp. 66-67. Traducción de Miguel Martínez-Lage.

lunes, 21 de julio de 2008

Ejercicios de fuerza y voluntad



Reza el lugar común (y por ende también la experiencia de innumerables generaciones) que en la vida todos estamos expuestos en igual medida al éxito y al fracaso, ese par de conceptos que de alguna manera terminan por constituir la felicidad o la amargura de las personas. Por supuesto, en el lugar común no se especifica qué es el éxito o el fracaso, porque bien se sabe que eso depende de lo que considere como tal cada persona. Así, lo que para unos puede ser la cima más alta de la gloria, para otros pude ser una simple banalidad. Tampoco se dice cómo se puede conseguir uno y evitar el otro; en fin, en la frase nunca se habla de aquello con lo cual una situación puede ir entre distintos estados, sean éstos físicos o de conciencia.
Pero quizá sería mejor anclarse en un ejemplo. Mis padres siempre me hablaron de mi primo Humberto como si en él hubieran reconocido a la terrible encarnación de la holgazanería. Cuando llegábamos a la casa de mi abuela, que era donde él vivía debido a su orfandad, solíamos encontrarlo en una habitación sumida permanentemente en la penumbra, confundido con un montón de ropa sucia que formaba cadenas montañosas en su cama. “Mira cómo tu primo se la pasa de güevón todo el día”, me decía mi madre en voz baja cuando de pronto notábamos sus reacomodos en posiciones supinas o fetales, “no hace nada más que estar echado, igual que los gatos; si no fuera porque a veces le da hambre, ni siquiera tendría por qué moverse”, esa y otras cosas por el estilo. Mi padre en cambio, se desesperaba y le gritaba que se levantara, que ya se pusiera a trabajar si no quería ir a la escuela. Mi primo, por supuesto, no nos hacía el menor caso, y sólo cuando imagino que le fastidiaba nuestra presencia, se levantaba sin decir palabra y se ausentaba durante el resto del día. Yo tenía menos de diez años en ese entonces, y lo observaba (mi primo era ya un adolescente) con una mezcla de miedo, admiración, y vaga repugnancia; y en todo ello vislumbraba siempre una pregunta que nunca llegué a formularme cabalmente, como cuando se vislumbra una forma vaga en el fondo de un río revuelto: ¿qué lo hacía estar así, en ese estado bastante contiguo al de los vegetales? ¿Por qué cuando uno estaba cerca de él transmitía algo así como una carencia indefinible, una carencia que hasta ahora identifico como una falta de voluntad, de fuerza?
Según los brumosos recuerdos que aún conservo de mis clases preparatorianas, en este mundo la fuerza se puede encontrar en forma estática y en forma dinámica. Es decir, para que una fuerza no quede disuelta o estática (o bien, reducida al reposo), necesita estar enfocada en un determinado objetivo, con lo cual podemos obtener uno o dos efectos a la vez: movimiento y deformación. Pues bien, en el ámbito social esto no cambia mucho. En sus Pensamientos, Pascal desnuda las estratagemas que se ponían en marcha para evitar la melancolía (o en este caso, la disolución de la fuerza) en los reyes: “[…] están rodeados de personas que ponen un cuidado maravilloso en procurar que el rey nunca esté solo y en estado de pensar en sí, sabiendo que sería desgraciado, por muy rey que sea, si pensara en ello”. Por supuesto, mi primo no era ningún rey, pero quizá sí estaba demasiado abandonado a sí mismo, en permanente estado de melancolía, sin un objetivo al que pudiera dirigir la fuerza que, en mayor o menor medida, todos poseemos dentro de nosotros. Su carencia de poder y la consiguiente disminución de energía acaso ocurrían porque no había sido valiente (o no le interesaba serlo) en alguna circunstancia que yo no comprendía: quizá no había tenido la audacia o el atrevimiento para afrontar ciertas situaciones difíciles.
Y es que de acuerdo a las interpretaciones clásicas del tarot, el arcano undécimo, es decir, La Fuerza, (alegoría representada por una reina que, sin aparente esfuerzo, doma a un león, cuyas mandíbulas mantiene separadas), en su estado superior, además de simbolizar la victoria de lo racional sobre lo irracional o la fuerza de voluntad que logra salir victoriosa ante cualquier adversidad, también se refiere a la fuerza interior, a esa vitalidad que es la patria del optimismo, al autocontrol de las emociones (las reacciones del Yo) en situaciones límite, al furor que, merced a la superioridad intelectual, resulta en dirección hacia el bien. Sin embargo, también cuenta con su lado negativo, y existen tantos ejemplos de esto a lo largo de la historia que con ellos se podría empedrar un camino que rodeara varias veces la cintura del mundo: la debilidad mental, el descontrol, la crueldad irreflexiva, la vanidad, el egocentrismo. En La Ilíada, Aquiles, el héroe más valiente del ejército de los aqueos, no es capaz de controlar su furor cuando venga la muerte de su amado Patroclo; esa fuerza indomable que le es característica y gran aliada en la guerra contra el enemigo, adquiere matices oscuros cuando se deja invadir por la crueldad, y entonces, durante varios días arrastra con su carro de guerra el cuerpo ya sin vida de Hector, el infortunado príncipe troyano, tentando con ello la ira de los dioses. O las ínfulas pueriles que genera el exceso de fuerza bruta en el ejército de Jerjes cuando planean la invasión a las tierras griegas, y que, debido a la falta de una inteligencia capaz de orquestar aquella ciudad en movimiento que secaba lagunas y arrasaba con las cosechas de los pueblos a su paso, se ven sometidas cuando enfrentan una fuerza menor, pero mejor conducida, como la de los espartanos; propiciando así una de las derrotas más espectaculares en la historia antigua. Incluso, en el imaginario popular posmoderno se conocen leyendas que hablan de las infaustas consecuencias de dejarse seducir por al lado oscuro de la fuerza, encarnadas sobre todo por Darth Vader, en La guerra de las galaxias; o Saurón, en la saga de El señor de los anillos.
Y en esta gama de matices del estado inferior de la fuerza, encontramos la que está gobernada por la crueldad o la cobardía, aquella que sólo puede generar violencia y destrucción gratuitas. Si en su aspecto positivo hablábamos del dominio del espíritu racional sobre la materia, en su aspecto negativo el orden se voltea como un guante: la materia (los instintos) dominan a la inteligencia. El resultado es la crueldad, la cobardía, o en el mejor de los casos, la pereza del corazón, aquel viejo pecado tradicionalmente visto como “la madre de todos los vicios”.
Pero, ¿qué pasa cuando la fuerza es exterior a nosotros mismos? Porque también están las fuerzas en estado puro, sin contaminaciones éticas, aquellas que al mismo tiempo pueden ser creadoras y destructoras: las fuerzas de la naturaleza, que por la misma ambivalencia de sus repercusiones, fueron honradas como divinidades en todas las culturas antiguas de la tierra.
Ahora bien, el uso de la fuerza que sí está sometida a las perspectivas de la moral y de la ética, no puede estar exento de prudencia, porque de otra forma se cae en el terreno del despotismo, de la tiranía, las cuales tienen su contraparte en un fenómeno que raras veces se despierta, pero que cuando lo hace, resulta inexorable: la fuerza de las masas. Es conocida la anécdota aquella en que Francisco Villa y Emiliano Zapata (personajes protagónicos en ese despertar de la fuerza de las masas que es la revolución) logran acceder al despacho presidencial en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. Villa se sienta en la silla del águila sin el menor embarazo, y hay quien incluso asegura que subió sus botas, llenas de polvo del camino, en el escritorio mientras anudaba los dedos de las manos detrás de la cabeza; en tanto Zapata, en actitud totalmente antípoda, se mostró reacio a acercarse siquiera a un asiento que representaba el poder absoluto de una nación, y por lo tanto, la posibilidad de sucumbir a la corrupción también absoluta. La verdad de dicha anécdota nunca ha sido comprobada, pero queda como una especie de alegoría de la temeridad y la prudencia ante el poder. ¿Y no va precisamente en este tenor una de las frases más desgastadas en el legado ideológico que dejara el tío Ben a Peter Parker? A saber: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Creo que sería un poco aparatoso terminar estas breves digresiones entonando una serie de discursos acerca de la responsabilidad en el uso de la fuerza. Sobre todo porque en la vida diaria, todos aquellos que (para bien y para mal) la poseen, no nos dejan olvidarlo un solo instante, y porque además tengo la tambaleante convicción de que cada quien conoce perfectamente sus propias tendencias en relación con las distintas caras de la fuerza. Por eso prefiero contar que mi primo Humberto, aquel ser sometido por la disolución de la fuerza, o bien, por la melancolía, contra todos los pronósticos familiares ha comenzado a salir avante, mas con tal lentitud, que en el trayecto ha desesperado a más de un impaciente que lo rodea, incluida su cónyuge.
Pero la vida es así: cada quien tiene su ritmo para hacer las cosas, por más que haya quien crea tener la solución perfecta para los problemas de los demás. Incluso cuando tengan razón, porque ya lo dice otro gran momento de la sabiduría popular: “a fuerza ni los zapatos entran”.

jueves, 10 de julio de 2008

El sueño de Jakob



Hace unos días tuve un sueño que me recordó el siguiente párrafo de Walser. Por supuesto, prefiero referir el sueño de Jakob en lugar de recrear mediocremente mis propias pesadillas, eso al menos por el momento:

«¡Qué sueño más horrible tuve hace unos días! Soñé que me había convertido en un hombre muy malo, perverso, ¿cómo así?, no lograba explicármelo. Era un ser brutal de pies a cabeza, un trozo de carne humana emperejilado, torpe, cruel. Estaba gordo y, por lo visto, las cosas me iban viento en popa. Anillos centelleaban en los dedos de mis deformes manos, y de mi barriga pendían, negligentemente, quintales de carnosa dignidad. Me sentía plenamente autorizado a impartir órdenes y dar rienda suelta a mis caprichos. A mi lado, sobre una mesa ricamente servida, brillaban objetos dignos de una voracidad y dipsomanía insaciables, botellas de vino y licores, así como los más refinados platos fríos. Me bastaba con estirar la mano, cosa que de rato en rato hacía. En los cuchillos y tenedores se habían pegado las lágrimas de mis enemigos ajusticiados, y al tintineo de los vasos se unían los sollozos de innumerables desgraciados; sin embargo, las estelas de las lágrimas sólo me hacían reír, mientras que los sollozos de desesperación adquirían un sonido musical a mis oídos. Necesitaba música para amenizar el banquete, y la tenía. En apariencia, había hecho excelentes negocios a costa del bienestar de otros, lo cual me producía un gozo profundo y visceral. ¡Oh, cómo me complacía la idea de haber dejado en el aire a varios de mis congéneres! Y cogí una campanilla y llamé. Un anciano entró..., perdón, se introdujo a rastras –era la sabiduría de la vida–, y a rastras se llegó hasta mis botas, para besármelas. Y yo se lo permití a ese ser degradado. Pensad un poco: la experiencia, principio noble y bueno entre todos, lamiéndome los pies. Es lo que yo llamo ser rico. Y como me vino en gana, volví a llamar, pues sentía, no sé bien dónde, un acuciante deseo de divertirme; y apareció una tierna jovencita, un auténtico bocado para un libertino como yo. Dijo llamarse «inocencia infantil» y, mirando furtivamente el látigo que había a mi lado, empezó a besarme, lo que me reanimó a un grado increíble. El miedo y la corrupción precoz aleteaban en sus hermosos ojos de cierva. Cuando tuve bastante, volví a llamar y entró un joven esbelto y bello, pero pobre: el lado serio de la vida. Era uno de mis lacayos, y yo, frunciendo el ceño, le ordené que hiciera pasar a esa fulana, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, las ganas de trabajar. Poco después hizo su entrada el empeño, y me di el gusto de asestarle a ese hombre íntegro, a ese trabajador de extraordinario físico, un sonoro latigazo en el centro de la plácida y expectante cara: ¡para morirse de risa! Y él, que era el afán, la prístina energía creadora, lo toleró sin protestar. Cierto es que luego le invité a un vaso de vino con gesto perezoso y altanero, y el pobre idiota bebió a sorbos el vino de la vergüenza. «Anda, trabaja para mí», le dije, y él obedeció. Luego compareció la virtud, figura femenina de una belleza avasalladora para todo el que aún no esté completamente congelado. Entró llorando; yo la senté en mis rodillas e hice disparates con ella. Cuando le hube robado su inefable tesoro, el ideal, la eché entre expresiones de sarcasmo y, a un silbido mío, se presentó Dios en persona. «¿Cómo? ¿Tú también?», grité, y me desperté bañado en sudor...»

Texto: Robert Walser, Jakob Von Gunten, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 69-70.
Imagen: José de Ribera El sueño de Jacob (1639).

lunes, 30 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 5 de 5)

¿Qué más me queda por decir? Quizá abundar brevemente en la curiosa manera en que Benjamin rastrea los orígenes míticos del arte. Me explico. Si retrocedemos nuevamente hasta el estado paradisíaco, veremos que el hombre gozaba de una perpetua bienaventuranza mientras residía en el “lenguaje puro”, y asimismo era bienaventurada la naturaleza, aunque en un grado inferior por haberla nombrado el hombre. Ahora bien, la naturaleza es muda, o al menos lo es respecto a nuestra concepción de “lenguaje”, y una vez expulsado el hombre hacia la apertura del mundo y retirada la bendición de sus hombros, arrastra consigo su referencia con la naturaleza. Dios maldice el campo, y allí el anterior mutismo adquiere el tono de un lamento. La naturaleza se vuelve triste por la adjudicación del lenguaje, por su propia mudez y por la sobrenominación resultante de las múltiples lenguas humanas, todas igualmente marchitas con respecto al “lenguaje puro”, y todos los nombres que de ellas emanan más cercanos al “apodo” que al nombre propio con que fue creada. Pero no es gratuito que Benjamin hable de “lamento” como único discurso posible de la naturaleza, ya que considera que el lamento es “la expresión más indiferenciada e impotente del lenguaje”.
Sin embargo, así como la extensa variedad de lenguas engendró la multiplicidad de apodos para las mismas cosas, el misterio del mutismo de la naturaleza derivó en su imitación por medio de los materiales que ella misma proveía. Y así puede haber momentos en que el lenguaje de la pintura y de la poesía se pueden fundir en el lenguaje original del hombre: “Para acceder al conocimiento de las formas artísticas, basta intentar concebirlas como lenguajes y buscar su relación con los lenguajes de la naturaleza”. [1]
Como suele suceder con las paradojas, al final uno descubre que la serpiente siempre ha estado mordiéndose la cola, es por eso que termino estas reflexiones con una frase de Benjamin que, a mi parecer, engloba gran parte de lo comentado anteriormente: “Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable”. O también: es la continua evolución del “ahora” pero al mismo tiempo es el recordatorio de su origen: el nombre creador, el legado y el juicio.

[1] Es necesario condescender un poco ante esa manera de entender el arte, y que ahora podría parecer ingenua o anacrónica si la intentamos adaptar al quehacer artístico posterior por casi cinco décadas al texto de Benjamin (recordemos que el ensayo es de 1916): happening, performance, instalación, arte sonoro, etc.
*Las cinco entregas de "La soledad de las lenguas", publicadas en este blog, fueron dictadas por el Rey Mono (Víctor Sampayo) como ponencia el 21 de febrero de 2008 en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

viernes, 20 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 4 de 5)

Todo el mundo era de un mismo lenguaje
e idénticas palabras.

Génesis, Cap. 11 ,Vers. 1.


Si revisamos la lectura tradicional del mito de Babel, nos encontraremos con que la diversidad de las lenguas emergió a partir del insensato deseo humano (simbolizado en Nemrod, rey de hombres) de construir una torre que tuviera su cúspide en el cielo. De ese modo, habría un signo de poder reconocible en cualquier parte por si acaso la humanidad se derramaba sobre la faz de la tierra. Ante semejante muestra de soberbia, Yahvé pensó: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí”.[1] Imagino que los hombres desertaron la construcción, se dispersaron confundidos, acaso cavilosos, al mirar las ruinas del rascacielos interrumpido; de pronto estaban abandonados a la soledad de su propia lengua, cada uno con su manera particular de ver las cosas. Ninguno podía comprender a su vecino, y las disputas, antes solucionables con relativa facilidad, merced al entendimiento universal de un sólo lenguaje, se hicieron cada vez más frecuentes. Con el paso de las generaciones se formaron las identidades (todas a partir del idioma que se tenía en común) para marcar más tangiblemente las diferencias. La tierra terminó por confundirse con el lenguaje que se hablaba sobre ella.
Ahora bien, en el relato bíblico, queda la idea de que la confusión de Babel fue consecuencia del desbordante orgullo humano ante su propia capacidad creadora, mezclado con una suerte de envidia divina. Sin embargo, la perspectiva de Benjamin se dirige por otras rutas acaso menos concurridas: hace ver que después del pecado original, consistente, como ya hemos visto, en hacer del lenguaje un “medio” para la comunicación, el hombre se había situado, sin darse cuenta, en los bordes mismos de la anarquía lingüística. Bastó el pequeño empujón de someter el lenguaje ante los ilusorios poderes del parloteo estéril, para que los signos (la escritura) surgidos por el nacimiento de la palabra humana, terminaran por embrollarse; más aún: para que esos signos representaran el sometimiento a la “bufonería” de las interpretaciones. Así, todas las lenguas que se engendraran posteriormente al desastre, serían reflejos oscuros e inferiores del lenguaje puro, en perpetua decadencia desde el abandono del paraíso.
Si continuamos con nuestro imaginario rastreo de las huellas que dejaron en su peregrinaje las nuevas lenguas, descubriremos que al mismo tiempo fue menester, o quizá consecuencia inevitable, que surgiera una clase extraña de ser humano, una especie de puente endeble por donde habrían de transitar las palabras en flujo constante y convertirse en aproximaciones apenas llegaran a la orilla de la otra lengua. Surgió el traductor.
Benjamin afirma que “la traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza”, y con ello parece remover la idea de que la traducción responde a un acto comparativo entre dos lenguas que conservan, sin embargo, la semejanza dentro de sus conceptos. Él alude a una “continuidad transformativa” que nunca culminará con un sentido unívoco, tal como acontece con el siguiente ejemplo, que refiere Alfonso Reyes: "se cuenta que cuando Alejandro Magno se vio en la necesidad de discurrir con los brahmanes, tuvo que poner en marcha un complicado sistema de intérpretes. ‹‹Nuestras respuestas –se quejaba un brahmán– llegan hasta el emperador como el agua enturbiada en muchos canales››".[2] Y entonces, ¿existe alguna manera de transmitir una “idea concreta” de una lengua a otra, sin que se altere su sentido o se la vuelva nebulosa?
Benjamin asegura que todo idioma tiene en su esencia fragmentos que revelan su antiguo origen, ese lenguaje mítico, unitario, previo a la expulsión del jardín de Dios. La traducibilidad (esa característica esencial en toda lengua) está asegurada, según él, debido a que “los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esa traducibilidad se logra incorporar a las leyes que rigen las lenguas a las que se traslada? Se conocen los riesgos que conlleva la rigidez literal (aun cuando se sabe que dicha rigidez tiene algo de socarrón si se revisa la polisemia de las palabras): el traductor camina siempre al borde del abismo lingüístico. Un paso en falso, aunque sea en una sola palabra, y el texto se oscurecerá o cambiará su sentido, y dejará al lector atrapado en el juego laberíntico que acostumbran ofrecer los significantes.[3]
Así pues, en el continuo peregrinaje en pos de la traducibilidad, los razonamientos filosóficos, literarios, sociológicos, psicológicos, etcétera; son las armas con las que, si bien no se destruirá la barrera que han erigido las lenguas, por lo menos será más factible entrever parte de los territorios que ocultan. El traductor, a pesar de su inmanente condena al fracaso, no será tan sólo una correcta sincronización entre diccionarios de, por lo menos, dos idiomas distintos; Benjamin hace énfasis en la identificación crítica con el texto o idea que se interpreta, en que debe consumirse en su forma original para después reinventarlo en una cosmovisión diferente, hacerlo identificable en sus rasgos comunes; o mejor aún: enfocarse en localizar el parentesco primitivo que habita en todas las lenguas, su estado puro, su esencia. Aun cuando quepa la posibilidad, misma que Benjamin presintió siete años después con: “La tarea del traductor”, de que quizá ese estado, en realidad nunca haya existido.

[1] Génesis, 11, 6-8.
[2] Alfonso Reyes. La experiencia literaria. Fondo de Cultura Económica. México, 1989. p. 22.
[3] Benjamin abordará este tema más minuciosamente varios años después, en su ensayo titulado: “La tarea del traductor”, de 1923, sobre todo cuando se adentra en el análisis de las traducciones de Sófocles, hechas por Hölderlin.
• Imagen: La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo (1563)

jueves, 12 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 3 de 5)

De las innumerables características de Dios, una de las más enigmáticas es quizá la capacidad que tiene de crear cualquier cosa por medio de la palabra. Ser nombrado por Dios, significa adquirir existencia instantáneamente. Es un “hacedor”, porque el nombre se sitúa dentro de la fuerza omnipotente de su palabra; pero al mismo tiempo es un “conocedor” porque la palabra es a su vez nombre y reflexión bendecida: “y vio que era bueno”. Y esta simple frase, repetida en cada movimiento creador, nos podría llevar a una cuestión en la que no nos vamos a meter en este momento, pero que allí está, al alcance de cualquier escéptico: ¿Quién es el que narra en el libro del Génesis, es acaso alguien previo a Dios? En fin. Sigamos con lo nuestro. De esa manera, Dios va creando a lo largo de seis días el cielo, la luz, las estrellas y el mundo con todos sus habitantes. O al menos con casi todos, porque cuando llega el momento de crear al hombre,[1] Dios se aparta del procedimiento empleado hasta entonces y opta por tomar un puñado de polvo del suelo e insuflarle en la nariz el aliento de la vida. Benjamin hace especial hincapié en este pasaje, porque según sus palabras, este soplo no solamente significa “vida”, sino también “espíritu y lenguaje”. Es decir, en cuanto adquiere vida, el hombre adquiere asimismo la capacidad de conocer su propio “espíritu” y el de las demás cosas creadas, así como la capacidad de discurrir dentro del lenguaje creador. Ahora bien, ¿a qué se refiere Benjamin cuando habla del “espíritu” de las cosas? La respuesta parece sencilla y sin embargo entraña el punto medular de su ensayo: se refiere a su “esencia lingüística”,[2] una esencia que existe antes que la acción nominativa del hombre, porque a decir de Benjamin, cuando Dios nombra las cosas para que éstas sean, las dota automáticamente de una esencia unívoca para quien tenga la capacidad de reconocerla. Por ello resulta significativo que evite crear al hombre a partir del lenguaje. Empero, al no ser la intención primigenia hacerlo subalterno del lenguaje, sí lo es, en cambio, convertirlo en heredero del mismo, y por ende, colocarlo por encima de los demás seres en la jerarquía de la Creación. Y entonces, al llevar Dios ante la presencia de Adán a todos los animales del campo y del cielo para que éste los nombre,[3] se pone en practica un vínculo de mismidad asimétrica entre ambos: el lenguaje de la Creación. Dicho de otra manera: el nombre proveniente de la palabra es una esencia paralela entre Dios (como hacedor y conocedor simultáneamente) y el hombre (tan sólo como conocedor, debido a su estatus de “entidad limitada y analítica”). Y así, la labor de Adán es una especie de “traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres”, una traducción que va de lo innombrable hacia el nombre. Sin embargo, ese poder nominativo transferido al ser humano, carecerá por completo de la fuerza creadora de la palabra de Dios, de manera semejante a una imagen que se refleja en el azogue desgastado de un espejo.
“El hombre es conocedor en el mismo lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen; hizo al conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre”, dice Benjamin subrayando la diferencia cualitativa entre el Creador y el hombre, y de paso, iluminando otro poco el sentido de nuestra frase inicial. Si recordamos la situación del hombre con respecto al lenguaje que se mostraba en ella, habremos de referirnos también a la “caída”, como el principio de la abstracción del lenguaje. O bien: el momento en que la humanidad comenzó a ver en el lenguaje un medio para “comunicar”, y no un fin en sí mismo.
Pero, ¿en qué consiste la caída de ese estado paradisíaco? Benjamin declara sin titubeos: “El conocimiento con que la serpiente tienta, el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el estado paradisíaco”. Lo “malo”, por tanto, no es la posible adquisición de un nuevo conocimiento que hará a los hombres con características semejantes a las de Dios, sino la completa inutilidad de ese conocimiento, pues su raíz se alberga en la embrolladora subjetividad. Esta banalización del “lenguaje puro” por medio de la “charlatanería” de los juicios humanos, provoca el intercambio absurdo de la Verdad (con mayúsculas) que emanaba permanentemente de la Creación, a cambio de que “la palabra comunique algo (fuera de sí misma)”. Para Benjamin, ese momento es el de la separación definitiva entre el nombre y su cualidad perfectamente conocedora, y asimismo, es también el turno del advenimiento de la palabra que sentencia: del juicio.[4]
El falaz fruto del árbol prohibido no daría conocimientos más elevados que aquellos que ya se encontraban implícitos en la esencia del paraíso (o bien: la palabra de Dios), sino que además simbolizaba el castigo (como algo que se prolonga indefinidamente) para quien se cuestionara acerca de la importancia de ese conocimiento, que por lo demás, resulta charlatanería inútil. Benjamin incluso ve en esto una “colosal ironía”, que presenta los orígenes míticos del derecho (el nacimiento de la verborrea interpretativa), y que recuerda aquellas reflexiones de Montaigne acerca de la rigurosa inutilidad de las leyes humanas: “Por experiencia se sabe que la multitud de interpretaciones disipan la verdad y la quebrantan”.[5]
Pues bien, pasada esta “hora de nacimiento de la palabra humana”[6] ya sólo será cuestión de tiempo para que las lenguas empiecen a multiplicarse.

[1] Entendiéndose como Adán: el ser primero que integraba el dualismo sexual.
[2] Con el paso del tiempo, Benjamin irá desarrollando el concepto de “esencia” en múltiples ámbitos, y en sus escritos posteriores llegará hasta la conocida idea de “aura”.
[3] En su texto, Benjamin hace énfasis en el hecho de que el hombre es el único ser que es creado fuera del lenguaje. Sin embargo, en el pasaje donde se menciona que Yahvé llevó a los animales ante el hombre (Génesis, 2, 19), se menciona asimismo que fueron formados del suelo. Cf. También con la versión anterior (Génesis, 1, 20-25) en donde Yahvé los crea únicamente con la palabra, que es la versión que el autor emplea para desarrollar su ensayo.
[4] Para un desarrollo más detallado sobre este tema en particular, ver el artículo de: Irving Wohlfarth, “Sobre algunos motivos Judíos en Benjamin”, tomado de Acta Poética, No. 9-10, Revista del Seminario de Poética, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, Primavera –Otoño de 1989. pp. 155-205.
[5] M. De Montaigne, Ensayos completos, Editorial Porrúa, México, 2003.
[6] Es conveniente hacer notar que para Benjamin “sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más consumada belleza”.