viernes, 29 de junio de 2012

Amor de hule




Amor de hule

La escuadra navega hacia Hawai, en orden de batalla. Fred Atkinson, segundo maquinista, y Joe Tuddy, el nostramo negro, se encuentran frente al armario de las muñecas, en el tercer puente de estribor de la nave almirante. Abren juntos los batientes: una sola muñeca en todo ese espacio: reluciente, risueña, desnuda, silenciosa como el amor.

Momento de tremendo pasmo.

Que el comandante conserve para sí la muñeca más bella, no se discute: es el comandante. Que una decena de muñecas muy selectas estén a exclusiva disposición de los oficiales, ni hablar. Pero sólo doce muñecas, y no de primera clase, ¡fíjense nada más! Sólo doce muñecas para los trescientos hombres de la tripulación, tres de ellas descompuestas y algunas ya viejas e inservibles, tras veinte días de navegación, en pleno verano y en el paralelo ecuatorial, lo hace a uno pensar en una sórdida voluntad de economía en los mandos supremos, en un escaso conocimiento de las necesidades fisiológicas del hombre, o en un premeditado fin de fomentar riñas y amotinamientos.

Atkinson fue el primero en amarrarla. El negro, fulmíneo, le detuvo el brazo. Su mano derecha se alzó y quedo suspendida sobre la cabeza del maquinista: empuñaba un cuchillo. Pero el negro, quién sabe por qué, cambió de idea. El arma no se abatió sobre el adversario, sino sobre la muñeca de hule, que, abierta en canal, cayó en dos pedazos a los pies de los litigantes.

Atkinson y Tuddy, como idiotizados, sin aliento, se le quedaron viendo a la asesinada.

El tajo negro, preciso, había dejado al descubierto las complicadas tuberías que proporcionaban la tibieza humana en aquel cuerpo insensible, pero procaz.

Dos gruesas lágrimas, como huevos de cristal, asomaron en los ojos del negro; otra resbalaron por las mejillas tiznadas del maquinista. Desesperados sollozos resonaron entre las paredes de acero. Se abrazaron frenéticos, se besaron, se mordieron, aullaron como hienas fustigadas.

Y  la sangre humana manchó a la mujer de goma.

La escuadra se detiene, espumante, en medio del océano rutilante de sol.

Abajo, en los sollados de la enfermería los dos culpables gimen como perros, se retuercen bajo las correas que los sujetan a las literas de hierro.

Cuatro hombres, los más distinguidos de la tripulación, transportan en el puente a la muñeca asesinada, y entre las salvas de los cañones y el saludo de las banderas la sepultan lentamente en el mar.

En ese mismo instante emerge galopando un caballo negro; se vuelca, y en medio del blanco de la gola aparece el enorme agujero de la boca dentada en forma de serrucho.

Pero antes de que el monstruo engulla a la trágica protagonista de ese drama de amor, para llevársela al silencio espectral de las grandes florestas submarinas, ella tiene tiempo de dirigir una mirada postrera a las naves, al océano, al cielo, con sus ojos brillantes y fijos, que no se cierran nunca, ni para dormir ni para morir.

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Alberto Savinio, "Amor de hule" en Aquiles enamorado, Sexto Piso, México, 2004.
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viernes, 22 de junio de 2012

Tlatelolco y la memoria


Gracias al asfixiante clima político que se vive en el país por estos días, y por supuesto, a mis constantes viajes por el metro de la ciudad de México, me he topado con algunas imágenes que los jóvenes del movimiento #YoSoy132 han colocado en diversos puntos con el fin de despertar la memoria reciente y la conciencia social de la población. Sin embargo, una de ellas me llamó la atención por ir más allá de lo que quizás pensaron ellos mismos: en varios vagones de la línea 3 del metro, que va de Ciudad Universitaria a Indios Verdes (o viceversa, dependiendo la perspectiva), hay una curiosa imagen sobrepuesta al conocidísimo icono de la Torre de Banobras, que representa a la estación “Tlatelolco”. Es un tanquecito militar, con dos cabezas de soldaditos manejándolo, y con el detalle de que las ruedas son al mismo tiempo unos aros olímpicos. La referencia simbólica es contundente, sí: la Matanza de Tlatelolco de 1968, uno de los peores abismos a los que fue capaz de llegar el autoritario gobierno del PRI en sus mejores épocas de poder. Pero también me hizo reflexionar sobre la notable vacuidad con la que se conoce, al menos en el metro, un lugar tan significativo como Tlatelolco.

Para empezar, junto con el Centro Histórico, es uno de los sitios más emblemáticos de la ciudad de México, quizás incluso del país, si nos vamos a las raíces de la identidad mexicana: ahí existió una ciudad hermana y rival de Tenochtitlan. Tlatelolco fue sumamente próspera, contaba con el que quizás haya sido el mercado más grande del planeta en aquellos tiempos. Una vez que Cortés logró tomar Tenochtitlan durante la guerra de Conquista, en Tlatelolco se libraron las batallas de resistencia más sangrientas contra las huestes españolas y sus aliados tlaxcaltecas; incluso, a unos pasos de ahí, en lo que hoy es el barrio de Tepito, se rindió Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica. Ahí también se marginaron a los indígenas que sobrevivieron a la Conquista (el Centro quedó a completa disposición de los Españoles, que instalaron allí su gobierno y trazaron sus barrios en las cenizas de los anteriores); además, se instauró el Colegio de la Santa Cruz, en donde fray Bernardino de Sahagún, ayudado por innumerables indígenas, se dio a la exótica tarea de recuperar visos de la cultura de los perdedores de la guerra, sin lo cual los informes acerca de las costumbres y cosmovisión de la cultura nahua, se habrían perdido quizás para siempre; ahí también hubo una prisión que albergó, entre otros muchos, a personajes como Pancho Villa, que logró escapar y ser pieza clave durante la revolución mexicana. Por supuesto, está la propia matanza de 1968 o aquél episodio no menos dramático de la horrenda destrucción por el sismo de 1985. El caso es que al final de todo eso me quedó una comezón que transcribiría de la siguiente manera: ¿por qué, ante toda esa montaña de historia, se les ocurrió iconizar la Torre de Banobras, cuyos mayores méritos son quizás tener un carillón en la punta y tener la capacidad de resistir, al menos en teoría, un sismo de hasta 8.5 grados en la escala de Richter?

No sé, es sólo una pregunta.

miércoles, 20 de junio de 2012

Desventajas de las máquinas del tiempo


No soy un enemigo del progreso, aunque ya ha demostrado en repetidas ocasiones su potencial catastrófico cuando lo manipulan los intereses humanos. Pero una máquina que fuera capaz de retroceder en el tiempo sería un instrumento cruel y masoquista, una invitación a orbitar sin descanso en aquellos acontecimientos que por razones desconocidas o estúpidas se han convertido en nuestras obsesiones. Eso de que serviría «para arreglar los errores del pasado» sería la peor de las justificaciones morales, porque ya se ha visto que de un bien muchas veces puede nacer algo atroz, y de un mal, mediante misteriosas combinaciones, a veces brota el tallito verde de un bien. Estoy convencido de que si lográramos volver al pasado a nuestro antojo, sería imposible sustraerse al embrujo de volver a experimentar, sin la lejanía anestésica de la simple memoria, los acontecimientos con la misma y a veces brutal intensidad.

Y además, ¿qué haríamos con ese «Yo» que estaría por hacer eso que queremos cambiar o evitar? ¿Acaso tendríamos que convencerlo de que cambie la inercia de sus lícitos deseos de ese instante, sólo porque ya vimos que en los días venideros habrá de arrepentirse o de provocar una bifurcación que después veremos como «dañina» o al menos «innecesaria»? O incluso, generando la ineludible paradoja física, ¿podríamos sustituirlo o fusionarnos con él y estar listos para experimentar esas vivencias, cuyo efecto a largo plazo deseamos cambiar como si fuera la primera vez?

Pero eso significaría ir al pasado con una edad que no correspondería a lo que entonces estábamos viviendo. Y así aumentaríamos el volumen de las paradojas: ¿podrían convivir dos personas que en realidad son la misma, aunque de dos edades distintas, al mismo tiempo, pero no en el mismo espacio? Y si necesariamente debieran fusionarse, ¿quién sería el «Yo» dominante, el del pasado o el del futuro? ¿Acaso podríamos ser un niño de 6 años con la mente de un hombre de 35 con todo lo que ello implique para bien y para mal?, ¿o quizás absorberíamos el cuerpo más pequeño junto con toda su juventud?

Pero olvidemos por un momento las paradojas y desbarajustes obvios que vendrían con un viaje hacia el pasado. Pensemos simplemente que todo se resuelve «de la mejor manera posible». Pocos serían aquellos que intentarían ver lo que realmente sucedió en ciertos eventos históricos, más que nada por las dificultades inherentes a, digamos, ser testigos de cómo se suicidó Hitler, o el paradero del tesoro de Moctezuma, o si en verdad fue tan fuerte la influencia de Salieri como para que desembocara en la temprana muerte de Mozart. La violencia de ciertas circunstancias harían imposible averiguar si, por ejemplo, es cierto que fue el choque de un asteroide lo que provocó la extinción masiva de los dinosaurios, o la manera en que se creó el Sol, la Luna y las estrellas. Es decir, su utilidad estaría seriamente limitada por nuestra triste incapacidad para resistir temperaturas o fenómenos físicos extremos.

Así que debemos ser claros: todo lo dedicaríamos a nosotros mismos, a atormentarnos con un puñado de momentos que buscaríamos revivir y que conseguiríamos tal vez empeorar. Eso al menos en lo que a desaconsejar los viajes al pasado se refiere. El futuro, a final de cuentas, ya nos alcanzará.