lunes, 29 de septiembre de 2008

Estudiosos de la verdad



El poder tiene siempre a la mano innumerables (y justificables) métodos para indagar "la verdad". O al menos una verdad que pueda satisfacer sus propias expectativas. En Esperando a los bárbaros (Waiting for the barbarians), Coetzee pone en boca del viejo Magistrado de aquella remota frontera del imperio una serie de preguntas que retumbarán como tañidos de campana a lo largo de toda la novela, cuando cuestiona al coronel Joll acerca de la necesidad de la tortura como una especie de suero de la verdad:

¿Qué ocurre si el preso dice la verdad –le pregunto– pero nota que no le creen? ¿No es una situación terrible? Imagíneselo; estar dispuesto a confesar, no tener nada más que confesar, estár destrozado y sin embargo ser presionado para seguir confesando. ¡Qué responsabilidad para el que interroga! ¿Cómo puede usted saber cuándo un hombre le ha dicho la verdad?[1]

La responsabilidad de quien interroga. ¿Cuántas veces no se han sabido casos en los que cualquiera admite haber cometido todas las horrendas fechorías que se le imputan, sólo para dejar de sufrir? Recuero un chiste muy viejo que ilustra lo anterior de manera más bien agridulce: en algún lugar del planeta se convoca a policías de todo el mundo para que encuentren a un elefante perdido en la jungla con el fin de valorar sus aptitudes para la investigación. Así, a las pocas horas aparecen los representantes del FBI con un elefante africano, que camina majestuoso ante los jueces de la competencia; poco después, los representantes de Scotland Yard traen de la trompa a uno de los míticos elefantes blancos; y después de varios meses de espera, aparecen finalmente los policías judiciales mexicanos, pero arrastrando de las orejas a una liebre. Los jueces del certamen, asombrados y cariacontecidos, ni siquiera son capaces de pronunciar palabra ante el insólito hecho: la liebre sangra de la nariz, tiene un ojo oculto tras una hinchazón terrible, y en vez de lucir sus típicos dientes de liebre, grandes y blancos como ventanales, luce un hueco con algunos restos desportillados. El policía judicial mexicano que arrastra a la liebre se acerca a los jueces del certamen y con un rugido estremecedor le pregunta: "¿Qué eres, hija de puta?" La liebre, presa del terror grita en el acto: "¡Soy un elefante, soy un elefante!" Y de inmeadiato se echa a llorar...
Por supuesto, el Magistrado de la novela no escapa a las ilusiones que el imperio entrega a manos llenas. Él mismo, y este es uno de los momentos más lúcidos de la novela (la cual por fortuna no tiene pocos), sabe que es la cara que muestra el imperio en los tiempos de paz. Sabe que habría podido escapar al vendaval de acontecimientos que sobrevendrán si sólo se hubiera ido de caza un par de días. Es decir, huir para mantenerse apacible con sus propias mentiras, en vez de malhumorarse debido a que en el horizonte ya vislumbra algo que amenazará la deseada tranquilidad de su vejez. Y por motivos asaz pueriles, el propio Magistrado degustará una larga serie de humillaciones y torturas que lo harán comprender el significado de saberse preso en su propio cuerpo.
Es cierto, una vez pasado el infierno habrá una mediocre reivindicación; pero al final, después de tanto sufrimiento gratuito (visto y experimentado), intuye, con lúgubre precisión, que en realidad todos los habitantes de aquella frontera perdida en el desierto sucumbirán ante las mentiras del imperio sin haber sido capaces de aprender nada.
Tal como sucede con los niños de pecho.

[1] J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros, Editorial Alfaguara, Traducción de Concha Manella y Luis Martínez Victorio, México, 1992. p. 15.


jueves, 18 de septiembre de 2008

Mirar por la borda




¿Qué es esto?
Tan breve es que no sé si llamarle vida,
tan al borde de la oscuridad
que el alma se resquebraja
cuando por accidente roza su tersura llameante.

¿Qué es, Dios?
¿Es acaso tu seno,
el espacio inabarcable de tu mirada?
¿O es el olvido de tus manos,
esa vitrina en la que observas
la ruta de nuestros torpes pasos?

No somos más que lo que miran otros, tú,
las ilusiones turbias que nos devuelve el espejo.
¿Acaso alguna vez somos verdaderamente?
Y los pensamientos,
¿qué son, qué fueron?
Sólo gotas cayendo lentas en la caverna
de nuestros cuerpos vacíos.
Es la vida.
Es la muerte.

Esas hermanas que sólo tú distingues:
un minúsculo instante entre tus parpadeos.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Y eso que les había consagrado la vida

En las páginas 23 y 24 de Rimbaud el hijo (eso al menos en la edición que tengo de Anagrama, traducida por María Teresa Gallego Urrutia), Pierre Michon pone uno de esos dedos impertinentes en la llaga de cualquiera que se presente ante el mundo con el apelativo de "escritor". Me refiero al momento en que describe al fallido poeta Georges Izambard con relación (injusta si se quiere, debido a la infinita diferencia de alturas entre uno y otro) a Rimbaud. Dice Michon:

Sólo que a éste [Izambard] la musa lo timó, y no se alza al llegar la noche inserto en la teoría de estrellas de los maestros, dueños y señores de la varilla; nadie hizo un busto suyo, acabó en lo hondo de un barranco, las doce sílabas le fallaron. Y eso que les había consagrado la vida. La varilla ama a quien se le antoja amar. Él también quiso ser Shakespeare en la adolescencia: pero la cosa no pasó de los veintidós años, concluyó en la primavera de 1870, en aquella aula por cuya ventana los jovenzuelos veían florecer los castaños y en uno de cuyos pupitres sólo él, Izambard, veía cómo Rimbaud se convertía en Rimbaud. El poeta Izambard seguirá por toda la eternidad en la cátedra de retórica del colegio de segunda enseñanza de Charleville, el profesor Izambard; tendrá para siempre veintidós años, su prolongada vida es papel mojado, y que escribiese y publicase no obstante con posteridad varios libros de poemas es, desde el punto de vista del ciclo del tiempo, como si se hubiese dedicado a escardar cebollinos.

"Y eso que les había consagrado la vida", dice Michon con melancólica ironía, porque sabe que al final el único juez incorruptible de todo artista es el tiempo. Todos aquellos intentos de lograr esa tenue eternidad dentro del género humano mediante un lindo rostro, unas fecundas relaciones sociales o una serie de complicadas estratagemas publicitarias (por no hablar de la simple mediocridad), quedarán sujetos al tono y al humor de quien se ponga a escudriñar un poco en la historia. Y es que, ¿cómo saber si en el propio cuerpo se alberga por lo menos una sola palabra que trascenderá más allá de un puñado de años, o más aún: de un puñado de lectores?
Otra cosa que queda flotando en el texto de Michon es la figura de la varilla (o bien, de la musa): que "ama a quien se le antoja amar", tal como algunos describen a la fortuna, aunque con diversas variantes: "la fortuna", según un dicho popular, "es una mujer ebria que se va con quien le place". La posibilidad de tropezar con ella existe para cualquiera.
Pero no nos engañemos con falsas esperanzas, ya que desde esa perspectiva somos tantos los condenados a escardar cebollinos, que será mejor que por lo menos tratemos de dejarlos pulcros, sin malas hierbas que enturbien su ínfima existencia: listos para aquel que se atreva a guisarlos a su debido tiempo.