(Publicado en la revista Tinta Seca, Agosto 2006)
Despierto. La luz de mi vecino nuevamente sobre el rostro. ¿Por qué demonios no la apaga nunca? Aún debe ser de madrugada a juzgar por el silencio casi sólido que envuelve el ambiente. Cierro los ojos fastidiado: manchas ocres y amarillas ardiendo en la oscuridad de los párpados. Me revuelvo en la cama, respiro profundo, intento dejar de pensar. Es inútil, ya no conseguiré dormir lo que resta de la noche. Maldita luz. Busco a tientas mis zapatos bajo la cama y tropiezo con una caterva de texturas repelentes para el tacto: papeles, basura, pelusas, algún calcetín olvidado allí desde tiempos remotos… y al final los encuentro: indiferentes, toscos, rasposos, con las agujetas derramadas en desorden. Me dirijo a la cocina envuelto en una cobija y cuando prendo la luz, no me sorprende ver un súbito motín de cucarachas huyendo hacia sus escondrijos. Aplasto con la uña del pulgar unas cuantas que han quedado rezagadas mientras pongo a calentar agua para café. Sin quererlo, mis ojos chocan con un reflejo sombrío de mí mismo en la ventana de la cocina; me inspecciono con atención: insípido, soso, con una falta absoluta de carisma. Comprendo por qué las mujeres nunca me han dedicado la más mínima atención. Mis ojos oblicuos, un poco más abiertos de lo normal, emanan una mirada cansina, de locura mediocre, incapaz de augurar ninguna hazaña digna de mención.
No soporto más mi reflejo ni mucho menos los pensamientos que me provoca. Apago la luz después de soplar la taza humeante y me arropo otra vez en el silencio. Algunos ladridos lejanos, el zumbido del refrigerador… ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Para qué existir en un mundo donde hay que despertar, dormir, comer, cagar, masturbarse, caminar…? Lleno nuevamente la taza y comienzo a sentir el frenesí de mi sangre corriendo a todo galope por las venas, llegando a cada uno de mis miembros, aflojándolos, dejándolos livianos, casi etéreos. Salgo al minúsculo patio aún envuelto en la cobija y siento el viento frío golpearme la cara. La luz sucia y amarillenta de los faroles en la calle no deja ver las estrellas. Creo que no recuerdo haber visto un cielo estrellado desde que era niño: mi padre llevándome en vilo hacia el huerto de la abuela en plena madrugada para poder orinar. Levanté la vista soñoliento mientras el delgado torrente refulgía con la luna. Incontables estrellas picoteaban el cielo, dando la impresión de hacerlo vibrar. El universo con su extensión atroz, interminable.
Comienzan a escucharse algunos pájaros, sus gorjeos intermitentes cayendo desde la negrura de los árboles. El horizonte va descubriendo lentamente un color de durazno. Decido meterme para dejar de tiritar.
La luz del vecino sigue encendida. Infeliz. Si tan sólo tuviera un rifle.
Despierto. La luz de mi vecino nuevamente sobre el rostro. ¿Por qué demonios no la apaga nunca? Aún debe ser de madrugada a juzgar por el silencio casi sólido que envuelve el ambiente. Cierro los ojos fastidiado: manchas ocres y amarillas ardiendo en la oscuridad de los párpados. Me revuelvo en la cama, respiro profundo, intento dejar de pensar. Es inútil, ya no conseguiré dormir lo que resta de la noche. Maldita luz. Busco a tientas mis zapatos bajo la cama y tropiezo con una caterva de texturas repelentes para el tacto: papeles, basura, pelusas, algún calcetín olvidado allí desde tiempos remotos… y al final los encuentro: indiferentes, toscos, rasposos, con las agujetas derramadas en desorden. Me dirijo a la cocina envuelto en una cobija y cuando prendo la luz, no me sorprende ver un súbito motín de cucarachas huyendo hacia sus escondrijos. Aplasto con la uña del pulgar unas cuantas que han quedado rezagadas mientras pongo a calentar agua para café. Sin quererlo, mis ojos chocan con un reflejo sombrío de mí mismo en la ventana de la cocina; me inspecciono con atención: insípido, soso, con una falta absoluta de carisma. Comprendo por qué las mujeres nunca me han dedicado la más mínima atención. Mis ojos oblicuos, un poco más abiertos de lo normal, emanan una mirada cansina, de locura mediocre, incapaz de augurar ninguna hazaña digna de mención.
No soporto más mi reflejo ni mucho menos los pensamientos que me provoca. Apago la luz después de soplar la taza humeante y me arropo otra vez en el silencio. Algunos ladridos lejanos, el zumbido del refrigerador… ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Para qué existir en un mundo donde hay que despertar, dormir, comer, cagar, masturbarse, caminar…? Lleno nuevamente la taza y comienzo a sentir el frenesí de mi sangre corriendo a todo galope por las venas, llegando a cada uno de mis miembros, aflojándolos, dejándolos livianos, casi etéreos. Salgo al minúsculo patio aún envuelto en la cobija y siento el viento frío golpearme la cara. La luz sucia y amarillenta de los faroles en la calle no deja ver las estrellas. Creo que no recuerdo haber visto un cielo estrellado desde que era niño: mi padre llevándome en vilo hacia el huerto de la abuela en plena madrugada para poder orinar. Levanté la vista soñoliento mientras el delgado torrente refulgía con la luna. Incontables estrellas picoteaban el cielo, dando la impresión de hacerlo vibrar. El universo con su extensión atroz, interminable.
Comienzan a escucharse algunos pájaros, sus gorjeos intermitentes cayendo desde la negrura de los árboles. El horizonte va descubriendo lentamente un color de durazno. Decido meterme para dejar de tiritar.
La luz del vecino sigue encendida. Infeliz. Si tan sólo tuviera un rifle.
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