Se encontraron sin haberse buscado. Se observaron con la luz del día y la de la noche. Algo en esas miradas sonreía. Él, en medio de las caricias de otra mujer, la acosó con malos versos, algo de clichés y cursilería. Ella, en manos de otro hombre, al principio sonrió, lo toleró, mas después se fatigó, comenzó a ceder a su ira. Se dijeron palabras hirientes y pusieron largas distancias entre sus miradas. Él elucubró furibundas venganzas –todas nacidas de la humillación– que no llevó a cabo por desidia, hasta que finalmente llegó a olvidar. Ella malabareaba con el tiempo, con los humores acostumbrados y con una extraña insistencia que le zumbaba en los oídos cuando dormía, pero que una vez despierta olvidaba de inmediato. Los días se reflejaron en los días, lo mismo que en un lago, hasta que el azar nuevamente se puso en marcha y todo se volvió a alterar. Nuevamente se encontraron sin haberse buscado, pero esta vez enseguida se inflamaron, se hundieron el uno en el otro durante mucho tiempo, hasta que otra vez se distanciaron. Durante incontables regresos se atormentaron, y al final, de común acuerdo, ambos decidieron renunciar. Pero ya estaban ahítos de recuerdos buenos y recuerdos malos, de lugares con mar y alturas con niebla, del absoluto derrame de todas las secreciones: rojas, blancas, amarillas, negras… de las enfermedades que a duras penas lograron exiliar. Y al final quedaron ambos repletos de años, como sucede en un desván.
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