martes, 15 de abril de 2008

De la libertad en el encierro

















Instantánea de El apando, novela de José Revueltas

El paisaje es siempre el mismo: corredores con rejas y muros grises, policías que observan cada movimiento, cada ir y venir de los presos; que huelen todos los hedores que produce el encierro sin diferenciarlos de los propios, unificados en uno solo; que escuchan cada grito, cada maldición, creyendo en todo momento que son ellos quienes están afuera, quienes vigilan a los que están del otro lado de las rejas. Ambos encerrados, ambos uniformados. Las diferencias, si uno se pone a enumerarlas, son pocas, aunque sustanciales: unos son los sometidos, los otros son quienes someten; unos pueden salir al cielo abierto para ir a otro encierro más llevadero, el de la cotidianidad, donde pueden jugar a ser los dueños de sus vidas, ver televisión, acudir al retrete con la sección deportiva bajo el brazo, ducharse con sensata regularidad. Los otros, en cambio, están encerrados en el encierro, laberinto concéntrico cuyo corazón es el Apando, la última prisión, la más intestina, allí donde sólo unos cuantos pedazos de luz de sol se atreven a recortarse contra la pared mugrosa, con un dibujo preciso, sólido, negro, de los barrotes. El apando, un vientre umbrío que pare cabezas sudorosas, desesperadas por mirar algo más que sus cuatro paredes y sin embargo resignadas a emerger recostadas en una oreja, a obstruirse a sí mismas la anhelada visión, a crearse, por tanto, un encierro todavía más profundo.
Y dentro de ese encierro existen otras prisiones que a la larga resultan ser más lúgubres, por estar disfrazadas con el velo cristalino de la libertad: aquellos fugaces momentos en que la droga les brinda la sensación ilusoria del escape, sensación benéfica, pues ayuda a no toparse brutalmente con la realidad, a sobrellevar con alguna esperanza el renuente paso de los días. Porque ese bienestar fugaz, en cuanto se consume, de inmediato necesita ser renovado a cualquier costo, aun aquél que implica la tolerancia del Carajo, ese ser siniestro, tullido, miserable, cuya principal virtud consiste en saber traicionarlos a todos en el momento justo; es decir, en saber ejercer una clase de libertad más abstracta y eficaz que aquella que falsamente produce la droga: la de la voluntad.
Revueltas sabe exactamente de cuántos pasos –lo vivió varias veces en su vida– consiste aquel encierro: “…treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta…” y sabe también que en ese espacio es fácil que fructifique el odio irracional, el asco ya de por sí insoportable que sienten Polonio y Albino al convivir con esa maldición materializada que representa el estar cerca del Carajo, y como medio para sortear la repulsión, abrigan la oscura esperanza de deshacerse de él, de matarlo, de liberarse de su mirada de mal agüero.
Pero no lo hacen, no aún, porque finalmente lo necesitan para una última tarea antes de liquidarlo; es decir, lo necesitan a él porque necesitan a su madre. Las otras proveedoras de placeres fugaces, la Meche y la Chata, no son ya vehículos eficientes para el tránsito fluido de la droga, por el contrario, se han vuelto los objetos del deseo no sólo de sus hombres, sino también de las manos encargadas de las aduanas entre el exterior y el interior del penal, manos de vestidura engañosamente femenina. Esa misma meticulosidad empleada en la revisión del sinuoso cuerpo de las dos mujeres, resulta cosa impensable con la madre del Carajo, aún dueña de una cierta dosis de respeto y credibilidad entre las autoridades, con su apostura de ídolo prehistórico, incapaz de provocar el menor pensamiento lúbrico entre ningún sexo, y, a consecuencia de ello, de características perfectas para realizar la tarea que se le encomienda.
Así, en esta galería ilusoria de libertades y encierros que propone Revueltas, el personaje menos pensado es quien ejerce con más eficacia la libertad: el Carajo, acostumbrado a cargar con el fardo cada vez más ligero de su propia cobardía, no duda en delatar a su madre ante los policías para conservar la existencia. Intuye su muerte, delata y triunfa. Pues cuando ha terminado la paliza entre los guardias y los encerrados, éstos saben que sería inútil matar al tullido.
Lo resumen con tres palabras que caen pesadas como losas en medio de su derrota: “Ya para qué”.

4 comentarios:

Shangri-la dijo...

Hola. Te invitamos a visitar nuestra publicación sobre literatura y cine. Un saludo.

Víctor Sampayo dijo...

Gracias por la invitación. Nos veremos por allá.

Saludos.

Roxana dijo...

Gracias por tu comentario! Tienes un blog muy interesante.Volveré!
Saludos!

Víctor Sampayo dijo...

Eres bienvenida cuando quieras, Roxana. Nos estaremos leyendo. Saludos.