miércoles, 23 de abril de 2008

Huellas



La basura es el desecho de la vida cotidiana. O dicho con más precisión: es el principal producto de la vida citadina. Es el vano deseo de apartar la vista de lo desagradablemente inútil, de lo devaluado. ¿Pero en verdad podemos aspirar a vivir sin ella? ¿Es posible la asepsia visual en un mundo cada vez más pletórico de objetos? Para Ilya Kabakov (Dnipropetrovsk, 1933), la lucha por suprimir la basura resulta infecunda, es una batalla condenada de antemano al fracaso, porque la basura es en sí misma indestructible: es materia a la que no queda más remedio que transformarse. Regresa bajo diferentes formas a nuestra vida (y el reciclaje no hace más que corroborarlo) en un “eterno retorno” monótono, previsible, producto tras producto. Habla de actividades acaso desaparecidas, o tal vez aún vigentes; de los tiempos pasados y de los actuales. Y Kabakov encuentra en ella la manera más directa de seguir las huellas de una existencia. Empezando por la suya, por supuesto.
Esta visión del artista no debe reducirse, sin embargo, a un simple concepto, pues éste sería desbordado en el momento mismo de imaginarse. Tiene que ver con la inmanencia de las cosas, algo que ni siquiera puede ser socavado por la muerte, pues la propia muerte es únicamente un paso, inevitable por lo demás, en la trayectoria circular de ese “eterno regreso de lo mismo”, y cada idea no puede más que perder su sentido cuando se coloca a su lado; más aún: tanto el arte como la filosofía se empantanan sin remedio cuando intentan petrificar ese devenir. La basura, según Kabakov, crea un juego infinito de diferencias, las cuales al final resultan más fastidiosas que fascinantes, lo mismo que la vida.

El mundo entero, todo lo que aquí me rodea, es para mí un basurero infinito, un incansable y heterogéneo mar de basura. En este vertedero de una enorme ciudad, uno puede sentir el poderoso aliento de todo lo que ha sucedido en ella […] Un enorme pasado se levanta detrás de aquellos cajones, frascos y bolsas, todas las formas de empacar que alguna vez fueron necesitadas por el hombre no han perdido su forma, no se han convertido en algo muerto una vez que fueron desechadas. Lloran por su vida pasada, la preservan… [1]

Una visión que recuerda las figuras benjaminianas del Vagabundo y el Pepenador, esos seres que están en contacto permanente con el presente y el pasado, con la memoria de la humanidad; es decir, con todos los objetos que se han producido, como si cada uno de ellos fuera un microscópico recuerdo extraviado en los polvorientos pasillos del tiempo. Empero, al recorrer completa la insólita historia de la que fue extraído el párrafo anterior, cuyo nombre “El hombre que nunca tiró nada” (1985-88), da, asimismo, título a su instalación, encontraremos una idea fundamental en la mayor parte de la obra de Kabakov. La instalación sigue los dictados de la acumulación de basura, característicos de sus discursos críticos hacia el hambre de control de la burocracia gubernamental, la soviética en este caso; pero además, nos tropezamos con una cadena de reflexiones acerca de la clasificación de cualquier tipo de papeles –u objetos– en un frenético anhelo por abolir la locura que conlleva el hecho de no saber distinguir lo importante de aquello que no lo es.
Dice Kabakov:

Normalmente, todos tenemos montones de papeles acumulados bajo la mesa y el escritorio: revistas, directorios telefónicos, los cuales fluyen hacia nuestros hogares día a día. Nuestra casa, literalmente, está bajo una lluvia de papeles: revistas, cartas, direcciones, recibos, notas, sobres, invitaciones, programas, telegramas, envoltorios, etcétera. Esos ríos, cascadas de papel, los arreglamos y clasificamos periódicamente en grupos […] y el resto lo arrojamos, naturalmente, al bote de basura […] Pero si no se hacen esas clasificaciones, esas depuraciones, y se permite que el flujo de papeles lo invada todo, considerando que es imposible separar lo importante de lo que no lo es, ¿no sería eso una especie de locura? ¿Y cuándo es eso posible? Es posible cuando una persona no sabe honestamente cuál de esos papeles es importante y cuál no, por qué un principio de selección es mejor que otro y qué distingue a una pila de papeles necesarios de una pila de basura. [2]


Y de esa manera está dispuesta la instalación. El intento definitivo de ordenar un caos particular. Una habitación que, como la del plomero de la historia, está repleta del piso al techo, “de pilas de diferente tipo de basura”, pero no se trata de “un tiradero repugnante o hediondo como aquel que nosotros teníamos por todas partes, en el jardín, en las escaleras, o en los botes cercanos a la entrada del edificio, sino de un gigantesco almacén de las cosas más variadas, arregladas en un especial –incluso se podría decir minucioso– orden”. [3] ¿Y la experiencia? Es justo allí donde entra en juego la tradición minimalista en la que la crítica normalmente inscribe a Kabakov: la participación del espectador en ese espacio, hasta cierto punto teatral, es imprescindible. El observador tiene la encomienda de agregar los elementos subjetivos que acaso sólo están sugeridos en la obra, o bien, ir más allá: resignificarlos.
Al revisar la obra posterior de Kabakov, llegamos a otro momento fundamental: “El bote de mi vida” (1993), que continuará con la recolección, la clasificación y el ordenamiento de objetos como eje principal. Sin embargo, en esta instalación, la narrativa detallada que caracterizara “El hombre que nunca tiró nada”, está sustituida por una alegoría del viaje a través de la vida. Y es que, definitivamente, si dejamos que un bote flote sin rumbo en los insondables vericuetos del océano, se encontrará con calmas y desasosiegos, con días cristalinos y tardes borrascosas, con noches de tranquilidad o cielos en que las estrellas lucirán amenazantes, acaso invocadoras de aciagos naufragios. Asimismo, en “El bote de mi vida” navegamos a través de cajas contenedoras de objetos, fotografías y textos que irán relatando diferentes períodos de la vida del artista, dentro del escenario de un bote a la deriva.
Los episodios no serán necesariamente heroicos o memorables por alguna hazaña. El recorrido estará plagado de imágenes y someras descripciones acerca de sucesos ordinarios, angustiantes, melancólicos, tiernos o anodinos; sin más pretensión que mostrar el retrato, carente de adjetivos rimbombantes, de la vida de un hombre.
Pues bien, la sugerencia de Kabakov está plasmada: partir desde la insignificancia para vislumbrar los ángulos de la totalidad, no sólo como una forma de crítica hacia el arte contemporáneo, sino también como un camino hacia la introspección.

Notas:
[1] Ilya kabakov, Phaidon, London, 1998. P. 102. Todas las traducciones son mías.
[2] Ibidem, pp. 99-100.
[3] Ibidem, p. 99.

* Las fotografías fueron tomadas de la misma edición de Phaidon de la nota no. 1. De "El bote de mi vida", p. 141; de el fragmento de "El hombre que nunca tiró nada", p. 104.

5 comentarios:

Alexia Lefebvre dijo...

Justamente, tu texto me hizo pensar. Hablas al principio de la asepsia, de nuestra tendencia a tirarlo todo a la basura, quizá para no verlo. Me preocupa la asepsia mental que también corre en nuestros días. El constante recordatorio que debemos, y digo bien debemos, ser felices. Como si tampoco existiera basura, desechos y elementos contaminadores en nuestra mentes. Una simple relación, pero me gustó mucho el texto y descubrí un artista. Saludos trasnochados.

isaac dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Gustavo López dijo...

El infierno, en el medioveo japonés, consistía en comer basura. Que el infierno es obra del hombre, explica la paradoja de su funcionamiento: los condenados se entremezclan entre los vivos, recogen migajas de los labios de los vivos, sorben las meadas de los callejones y comen la mierda de los pozos negros. En tanto que fantasía voluptuosa, o mero engranaje del ciclo de reeencarnaciones budistas, los condenados también se alimentan de sí mismos, o sea, de los despojos de los cementerios. Convertirnos en el propio infierno, ser el Infierno, es la utopía desmesurada de ciudades ordenadas como Buenos Aires.

Víctor Sampayo dijo...

Esa tendencia que mencionas de esconder lo desagradable para sólo enfocarse en la felicidad, Alexia, me recuerda mucho otra no menos practicada: la de esconder lo más posible la vejez y la muerte.

Gustavo, me quedé pensando en ese infierno del que hablas y me sorprendí con las semejanzas de ciertas ciudades (como mi amada y detestada ciudad de México y esa Buenos Aires que describes): condenadas a ser ruinas desde su mismo nacimiento.

Un abrazo para ambos, y les agradezco mucho que enriquezcan este espacio.

G Velázquez dijo...

hola! tu blog está muy interesante, me gustó mucho...

La respuesta de a quién se parece el de la foto que puse en mi blog es, según yo, Mario Bojórquez en unos años... Perdona por dar la respuesta tan tarde, es que ya se me había olvidado...

Saludotes!