jueves, 12 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 3 de 5)

De las innumerables características de Dios, una de las más enigmáticas es quizá la capacidad que tiene de crear cualquier cosa por medio de la palabra. Ser nombrado por Dios, significa adquirir existencia instantáneamente. Es un “hacedor”, porque el nombre se sitúa dentro de la fuerza omnipotente de su palabra; pero al mismo tiempo es un “conocedor” porque la palabra es a su vez nombre y reflexión bendecida: “y vio que era bueno”. Y esta simple frase, repetida en cada movimiento creador, nos podría llevar a una cuestión en la que no nos vamos a meter en este momento, pero que allí está, al alcance de cualquier escéptico: ¿Quién es el que narra en el libro del Génesis, es acaso alguien previo a Dios? En fin. Sigamos con lo nuestro. De esa manera, Dios va creando a lo largo de seis días el cielo, la luz, las estrellas y el mundo con todos sus habitantes. O al menos con casi todos, porque cuando llega el momento de crear al hombre,[1] Dios se aparta del procedimiento empleado hasta entonces y opta por tomar un puñado de polvo del suelo e insuflarle en la nariz el aliento de la vida. Benjamin hace especial hincapié en este pasaje, porque según sus palabras, este soplo no solamente significa “vida”, sino también “espíritu y lenguaje”. Es decir, en cuanto adquiere vida, el hombre adquiere asimismo la capacidad de conocer su propio “espíritu” y el de las demás cosas creadas, así como la capacidad de discurrir dentro del lenguaje creador. Ahora bien, ¿a qué se refiere Benjamin cuando habla del “espíritu” de las cosas? La respuesta parece sencilla y sin embargo entraña el punto medular de su ensayo: se refiere a su “esencia lingüística”,[2] una esencia que existe antes que la acción nominativa del hombre, porque a decir de Benjamin, cuando Dios nombra las cosas para que éstas sean, las dota automáticamente de una esencia unívoca para quien tenga la capacidad de reconocerla. Por ello resulta significativo que evite crear al hombre a partir del lenguaje. Empero, al no ser la intención primigenia hacerlo subalterno del lenguaje, sí lo es, en cambio, convertirlo en heredero del mismo, y por ende, colocarlo por encima de los demás seres en la jerarquía de la Creación. Y entonces, al llevar Dios ante la presencia de Adán a todos los animales del campo y del cielo para que éste los nombre,[3] se pone en practica un vínculo de mismidad asimétrica entre ambos: el lenguaje de la Creación. Dicho de otra manera: el nombre proveniente de la palabra es una esencia paralela entre Dios (como hacedor y conocedor simultáneamente) y el hombre (tan sólo como conocedor, debido a su estatus de “entidad limitada y analítica”). Y así, la labor de Adán es una especie de “traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres”, una traducción que va de lo innombrable hacia el nombre. Sin embargo, ese poder nominativo transferido al ser humano, carecerá por completo de la fuerza creadora de la palabra de Dios, de manera semejante a una imagen que se refleja en el azogue desgastado de un espejo.
“El hombre es conocedor en el mismo lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen; hizo al conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre”, dice Benjamin subrayando la diferencia cualitativa entre el Creador y el hombre, y de paso, iluminando otro poco el sentido de nuestra frase inicial. Si recordamos la situación del hombre con respecto al lenguaje que se mostraba en ella, habremos de referirnos también a la “caída”, como el principio de la abstracción del lenguaje. O bien: el momento en que la humanidad comenzó a ver en el lenguaje un medio para “comunicar”, y no un fin en sí mismo.
Pero, ¿en qué consiste la caída de ese estado paradisíaco? Benjamin declara sin titubeos: “El conocimiento con que la serpiente tienta, el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el estado paradisíaco”. Lo “malo”, por tanto, no es la posible adquisición de un nuevo conocimiento que hará a los hombres con características semejantes a las de Dios, sino la completa inutilidad de ese conocimiento, pues su raíz se alberga en la embrolladora subjetividad. Esta banalización del “lenguaje puro” por medio de la “charlatanería” de los juicios humanos, provoca el intercambio absurdo de la Verdad (con mayúsculas) que emanaba permanentemente de la Creación, a cambio de que “la palabra comunique algo (fuera de sí misma)”. Para Benjamin, ese momento es el de la separación definitiva entre el nombre y su cualidad perfectamente conocedora, y asimismo, es también el turno del advenimiento de la palabra que sentencia: del juicio.[4]
El falaz fruto del árbol prohibido no daría conocimientos más elevados que aquellos que ya se encontraban implícitos en la esencia del paraíso (o bien: la palabra de Dios), sino que además simbolizaba el castigo (como algo que se prolonga indefinidamente) para quien se cuestionara acerca de la importancia de ese conocimiento, que por lo demás, resulta charlatanería inútil. Benjamin incluso ve en esto una “colosal ironía”, que presenta los orígenes míticos del derecho (el nacimiento de la verborrea interpretativa), y que recuerda aquellas reflexiones de Montaigne acerca de la rigurosa inutilidad de las leyes humanas: “Por experiencia se sabe que la multitud de interpretaciones disipan la verdad y la quebrantan”.[5]
Pues bien, pasada esta “hora de nacimiento de la palabra humana”[6] ya sólo será cuestión de tiempo para que las lenguas empiecen a multiplicarse.

[1] Entendiéndose como Adán: el ser primero que integraba el dualismo sexual.
[2] Con el paso del tiempo, Benjamin irá desarrollando el concepto de “esencia” en múltiples ámbitos, y en sus escritos posteriores llegará hasta la conocida idea de “aura”.
[3] En su texto, Benjamin hace énfasis en el hecho de que el hombre es el único ser que es creado fuera del lenguaje. Sin embargo, en el pasaje donde se menciona que Yahvé llevó a los animales ante el hombre (Génesis, 2, 19), se menciona asimismo que fueron formados del suelo. Cf. También con la versión anterior (Génesis, 1, 20-25) en donde Yahvé los crea únicamente con la palabra, que es la versión que el autor emplea para desarrollar su ensayo.
[4] Para un desarrollo más detallado sobre este tema en particular, ver el artículo de: Irving Wohlfarth, “Sobre algunos motivos Judíos en Benjamin”, tomado de Acta Poética, No. 9-10, Revista del Seminario de Poética, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, Primavera –Otoño de 1989. pp. 155-205.
[5] M. De Montaigne, Ensayos completos, Editorial Porrúa, México, 2003.
[6] Es conveniente hacer notar que para Benjamin “sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más consumada belleza”.

3 comentarios:

Roxana dijo...

Nunca hábía pensado en el lenguaje desde esta perspectiva... me quedo meditando sobre el tema...

Alexia Lefebvre dijo...

La palabra y el hombre han sido unidos desde la creación. Mucho después existe una explicación de la mente del hombre a través del lenguaje en el psicoanálisis de Lacan. No somos hasta que nombramos. Creyentes o no de uno u otro credo, la palabra no deja de tener una importancia vital en nuestras existencias. Y la empleamos tan a menudo sin reflexionar sobre sus consecuencias…

Gustavo López dijo...

El elemento telúrico de Benjamin proviene de intercambios recíprocos con Beckett y Sholem. Ser subalterno o ser heredero, es el problema que atañe al hombre en tanto que es en la cultura; es decir, en el lenguaje.
El hombre puede construir cosas que hacen toda clase de tareas, excepto hablar. Por lo tanto, las producciones humanas desempeñan el papel de mensajeros, llevan cartas a cualquier sitio que se les mande, incluso cuando se trate de un camino largo. Se ha hecho la prueba con orangutanes...
La figura de los mensajeros es de Schmidt (Koburg, 1682)