viernes, 20 de junio de 2008

La soledad de las lenguas (parte 4 de 5)

Todo el mundo era de un mismo lenguaje
e idénticas palabras.

Génesis, Cap. 11 ,Vers. 1.


Si revisamos la lectura tradicional del mito de Babel, nos encontraremos con que la diversidad de las lenguas emergió a partir del insensato deseo humano (simbolizado en Nemrod, rey de hombres) de construir una torre que tuviera su cúspide en el cielo. De ese modo, habría un signo de poder reconocible en cualquier parte por si acaso la humanidad se derramaba sobre la faz de la tierra. Ante semejante muestra de soberbia, Yahvé pensó: “Todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Bajemos, pues, y una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí”.[1] Imagino que los hombres desertaron la construcción, se dispersaron confundidos, acaso cavilosos, al mirar las ruinas del rascacielos interrumpido; de pronto estaban abandonados a la soledad de su propia lengua, cada uno con su manera particular de ver las cosas. Ninguno podía comprender a su vecino, y las disputas, antes solucionables con relativa facilidad, merced al entendimiento universal de un sólo lenguaje, se hicieron cada vez más frecuentes. Con el paso de las generaciones se formaron las identidades (todas a partir del idioma que se tenía en común) para marcar más tangiblemente las diferencias. La tierra terminó por confundirse con el lenguaje que se hablaba sobre ella.
Ahora bien, en el relato bíblico, queda la idea de que la confusión de Babel fue consecuencia del desbordante orgullo humano ante su propia capacidad creadora, mezclado con una suerte de envidia divina. Sin embargo, la perspectiva de Benjamin se dirige por otras rutas acaso menos concurridas: hace ver que después del pecado original, consistente, como ya hemos visto, en hacer del lenguaje un “medio” para la comunicación, el hombre se había situado, sin darse cuenta, en los bordes mismos de la anarquía lingüística. Bastó el pequeño empujón de someter el lenguaje ante los ilusorios poderes del parloteo estéril, para que los signos (la escritura) surgidos por el nacimiento de la palabra humana, terminaran por embrollarse; más aún: para que esos signos representaran el sometimiento a la “bufonería” de las interpretaciones. Así, todas las lenguas que se engendraran posteriormente al desastre, serían reflejos oscuros e inferiores del lenguaje puro, en perpetua decadencia desde el abandono del paraíso.
Si continuamos con nuestro imaginario rastreo de las huellas que dejaron en su peregrinaje las nuevas lenguas, descubriremos que al mismo tiempo fue menester, o quizá consecuencia inevitable, que surgiera una clase extraña de ser humano, una especie de puente endeble por donde habrían de transitar las palabras en flujo constante y convertirse en aproximaciones apenas llegaran a la orilla de la otra lengua. Surgió el traductor.
Benjamin afirma que “la traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza”, y con ello parece remover la idea de que la traducción responde a un acto comparativo entre dos lenguas que conservan, sin embargo, la semejanza dentro de sus conceptos. Él alude a una “continuidad transformativa” que nunca culminará con un sentido unívoco, tal como acontece con el siguiente ejemplo, que refiere Alfonso Reyes: "se cuenta que cuando Alejandro Magno se vio en la necesidad de discurrir con los brahmanes, tuvo que poner en marcha un complicado sistema de intérpretes. ‹‹Nuestras respuestas –se quejaba un brahmán– llegan hasta el emperador como el agua enturbiada en muchos canales››".[2] Y entonces, ¿existe alguna manera de transmitir una “idea concreta” de una lengua a otra, sin que se altere su sentido o se la vuelva nebulosa?
Benjamin asegura que todo idioma tiene en su esencia fragmentos que revelan su antiguo origen, ese lenguaje mítico, unitario, previo a la expulsión del jardín de Dios. La traducibilidad (esa característica esencial en toda lengua) está asegurada, según él, debido a que “los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad”. Sin embargo, ¿hasta qué punto esa traducibilidad se logra incorporar a las leyes que rigen las lenguas a las que se traslada? Se conocen los riesgos que conlleva la rigidez literal (aun cuando se sabe que dicha rigidez tiene algo de socarrón si se revisa la polisemia de las palabras): el traductor camina siempre al borde del abismo lingüístico. Un paso en falso, aunque sea en una sola palabra, y el texto se oscurecerá o cambiará su sentido, y dejará al lector atrapado en el juego laberíntico que acostumbran ofrecer los significantes.[3]
Así pues, en el continuo peregrinaje en pos de la traducibilidad, los razonamientos filosóficos, literarios, sociológicos, psicológicos, etcétera; son las armas con las que, si bien no se destruirá la barrera que han erigido las lenguas, por lo menos será más factible entrever parte de los territorios que ocultan. El traductor, a pesar de su inmanente condena al fracaso, no será tan sólo una correcta sincronización entre diccionarios de, por lo menos, dos idiomas distintos; Benjamin hace énfasis en la identificación crítica con el texto o idea que se interpreta, en que debe consumirse en su forma original para después reinventarlo en una cosmovisión diferente, hacerlo identificable en sus rasgos comunes; o mejor aún: enfocarse en localizar el parentesco primitivo que habita en todas las lenguas, su estado puro, su esencia. Aun cuando quepa la posibilidad, misma que Benjamin presintió siete años después con: “La tarea del traductor”, de que quizá ese estado, en realidad nunca haya existido.

[1] Génesis, 11, 6-8.
[2] Alfonso Reyes. La experiencia literaria. Fondo de Cultura Económica. México, 1989. p. 22.
[3] Benjamin abordará este tema más minuciosamente varios años después, en su ensayo titulado: “La tarea del traductor”, de 1923, sobre todo cuando se adentra en el análisis de las traducciones de Sófocles, hechas por Hölderlin.
• Imagen: La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo (1563)

4 comentarios:

Gustavo López dijo...

La carta ha sido robada.
Recuperarla conllevará la resolución abstracta de un problema. Al igual que en el cuento de Poe, la traducción, según Borges, es una operación intelectual con idéntico ideal de invención, de rigor y de elegancia que la construcción de un relato policial.
En referencia a: Un paso en falso, aunque sea en una sola palabra, y el texto se oscurecerá o cambiará su sentido [...] Ricardo Piglia aborda los problemas de la traducción del Ulysses; y exhibe el paso en falso que Salas Subirat da cuando repone para la palabra «papa» un sentido diferente al que posee en la cultura irlandesa católica.
Sé que leíste el libro de Piglia que cito.
Abrazo.

Víctor Sampayo dijo...

Magnífica imagen la de Borges: la traducción como reconstrucción de un relato policial; me recuerda a esa visión benjaminiana (para variar) de la vasija rota: quizá tienes todos los pedazos más grandes y logres reconstruirla en su forma general, pero siempre quedará marcada por las cuarteaduras, es decir, por ese algo inaprensible que se trasmina en las traducciones.

Con respecto a El último lector (creo que te refieres a ese libro), son curiosos los caminos de la literatura, porque uno de mis favoritos lleva ese nombre, pero está escrito por el mexicano David Toscana. Por supuesto, sé de la existencia del libro de Piglia, pero he de confesar que después de la asombrosa coincidencia en el nombre y en las fechas de aparición (corrígeme si me equivoco: ambos aparecieron entre 2004 y 2005), el de Piglia aún está en la sección de los "por leer" de mi librero.

En fin, Gustavo, un abrazo lleno del olor de las coincidencias...

Gustavo López dijo...

No puedo ahora mismo prestarte El último lector de Piglia para que leas Cómo está hecho el «Ulysses» o el divertido asunto ése de la «papa».
Sin embargo, puedo leerte una parte de otro capítulo del mismo libro, que se llama Lectores imaginarios.
En relación al acto mismo de leer palabras impresas y descifrar signos escritos en un papel, Piglia reseña que la escena inicial del género policial sucede en una librería de la Rue Montmartre, donde el narrador conoce por azar a Auguste Dupin. Los dos están allí «en busca de un mismo libro, tan raro como notable». No sabemos qué libro es ése (cómo no sabemos cuál es el libro que lee Hamlet), pero sí el papel que cumple: «Sirvió para aproximarnos», se dice. El género policial nace en ese encuentro.

Víctor Sampayo dijo...

Imagino las direcciones que toma la lectura de dos libros que parecen el mismo salvo por los nombres de los autores: lo más natural, pero también lo más inconcebible, sería que esos lectores llegaran al mismo lugar...
Siempre es grato encontrar tus reflexiones, Gustavo, me hacen creer que si escarbo un poco, puedo encontrar alguna anécdota, una hoja de hace veinte años o uno de esos vientos que dejó salir de sus alas una mariposa desde China...