lunes, 21 de julio de 2008

Ejercicios de fuerza y voluntad



Reza el lugar común (y por ende también la experiencia de innumerables generaciones) que en la vida todos estamos expuestos en igual medida al éxito y al fracaso, ese par de conceptos que de alguna manera terminan por constituir la felicidad o la amargura de las personas. Por supuesto, en el lugar común no se especifica qué es el éxito o el fracaso, porque bien se sabe que eso depende de lo que considere como tal cada persona. Así, lo que para unos puede ser la cima más alta de la gloria, para otros pude ser una simple banalidad. Tampoco se dice cómo se puede conseguir uno y evitar el otro; en fin, en la frase nunca se habla de aquello con lo cual una situación puede ir entre distintos estados, sean éstos físicos o de conciencia.
Pero quizá sería mejor anclarse en un ejemplo. Mis padres siempre me hablaron de mi primo Humberto como si en él hubieran reconocido a la terrible encarnación de la holgazanería. Cuando llegábamos a la casa de mi abuela, que era donde él vivía debido a su orfandad, solíamos encontrarlo en una habitación sumida permanentemente en la penumbra, confundido con un montón de ropa sucia que formaba cadenas montañosas en su cama. “Mira cómo tu primo se la pasa de güevón todo el día”, me decía mi madre en voz baja cuando de pronto notábamos sus reacomodos en posiciones supinas o fetales, “no hace nada más que estar echado, igual que los gatos; si no fuera porque a veces le da hambre, ni siquiera tendría por qué moverse”, esa y otras cosas por el estilo. Mi padre en cambio, se desesperaba y le gritaba que se levantara, que ya se pusiera a trabajar si no quería ir a la escuela. Mi primo, por supuesto, no nos hacía el menor caso, y sólo cuando imagino que le fastidiaba nuestra presencia, se levantaba sin decir palabra y se ausentaba durante el resto del día. Yo tenía menos de diez años en ese entonces, y lo observaba (mi primo era ya un adolescente) con una mezcla de miedo, admiración, y vaga repugnancia; y en todo ello vislumbraba siempre una pregunta que nunca llegué a formularme cabalmente, como cuando se vislumbra una forma vaga en el fondo de un río revuelto: ¿qué lo hacía estar así, en ese estado bastante contiguo al de los vegetales? ¿Por qué cuando uno estaba cerca de él transmitía algo así como una carencia indefinible, una carencia que hasta ahora identifico como una falta de voluntad, de fuerza?
Según los brumosos recuerdos que aún conservo de mis clases preparatorianas, en este mundo la fuerza se puede encontrar en forma estática y en forma dinámica. Es decir, para que una fuerza no quede disuelta o estática (o bien, reducida al reposo), necesita estar enfocada en un determinado objetivo, con lo cual podemos obtener uno o dos efectos a la vez: movimiento y deformación. Pues bien, en el ámbito social esto no cambia mucho. En sus Pensamientos, Pascal desnuda las estratagemas que se ponían en marcha para evitar la melancolía (o en este caso, la disolución de la fuerza) en los reyes: “[…] están rodeados de personas que ponen un cuidado maravilloso en procurar que el rey nunca esté solo y en estado de pensar en sí, sabiendo que sería desgraciado, por muy rey que sea, si pensara en ello”. Por supuesto, mi primo no era ningún rey, pero quizá sí estaba demasiado abandonado a sí mismo, en permanente estado de melancolía, sin un objetivo al que pudiera dirigir la fuerza que, en mayor o menor medida, todos poseemos dentro de nosotros. Su carencia de poder y la consiguiente disminución de energía acaso ocurrían porque no había sido valiente (o no le interesaba serlo) en alguna circunstancia que yo no comprendía: quizá no había tenido la audacia o el atrevimiento para afrontar ciertas situaciones difíciles.
Y es que de acuerdo a las interpretaciones clásicas del tarot, el arcano undécimo, es decir, La Fuerza, (alegoría representada por una reina que, sin aparente esfuerzo, doma a un león, cuyas mandíbulas mantiene separadas), en su estado superior, además de simbolizar la victoria de lo racional sobre lo irracional o la fuerza de voluntad que logra salir victoriosa ante cualquier adversidad, también se refiere a la fuerza interior, a esa vitalidad que es la patria del optimismo, al autocontrol de las emociones (las reacciones del Yo) en situaciones límite, al furor que, merced a la superioridad intelectual, resulta en dirección hacia el bien. Sin embargo, también cuenta con su lado negativo, y existen tantos ejemplos de esto a lo largo de la historia que con ellos se podría empedrar un camino que rodeara varias veces la cintura del mundo: la debilidad mental, el descontrol, la crueldad irreflexiva, la vanidad, el egocentrismo. En La Ilíada, Aquiles, el héroe más valiente del ejército de los aqueos, no es capaz de controlar su furor cuando venga la muerte de su amado Patroclo; esa fuerza indomable que le es característica y gran aliada en la guerra contra el enemigo, adquiere matices oscuros cuando se deja invadir por la crueldad, y entonces, durante varios días arrastra con su carro de guerra el cuerpo ya sin vida de Hector, el infortunado príncipe troyano, tentando con ello la ira de los dioses. O las ínfulas pueriles que genera el exceso de fuerza bruta en el ejército de Jerjes cuando planean la invasión a las tierras griegas, y que, debido a la falta de una inteligencia capaz de orquestar aquella ciudad en movimiento que secaba lagunas y arrasaba con las cosechas de los pueblos a su paso, se ven sometidas cuando enfrentan una fuerza menor, pero mejor conducida, como la de los espartanos; propiciando así una de las derrotas más espectaculares en la historia antigua. Incluso, en el imaginario popular posmoderno se conocen leyendas que hablan de las infaustas consecuencias de dejarse seducir por al lado oscuro de la fuerza, encarnadas sobre todo por Darth Vader, en La guerra de las galaxias; o Saurón, en la saga de El señor de los anillos.
Y en esta gama de matices del estado inferior de la fuerza, encontramos la que está gobernada por la crueldad o la cobardía, aquella que sólo puede generar violencia y destrucción gratuitas. Si en su aspecto positivo hablábamos del dominio del espíritu racional sobre la materia, en su aspecto negativo el orden se voltea como un guante: la materia (los instintos) dominan a la inteligencia. El resultado es la crueldad, la cobardía, o en el mejor de los casos, la pereza del corazón, aquel viejo pecado tradicionalmente visto como “la madre de todos los vicios”.
Pero, ¿qué pasa cuando la fuerza es exterior a nosotros mismos? Porque también están las fuerzas en estado puro, sin contaminaciones éticas, aquellas que al mismo tiempo pueden ser creadoras y destructoras: las fuerzas de la naturaleza, que por la misma ambivalencia de sus repercusiones, fueron honradas como divinidades en todas las culturas antiguas de la tierra.
Ahora bien, el uso de la fuerza que sí está sometida a las perspectivas de la moral y de la ética, no puede estar exento de prudencia, porque de otra forma se cae en el terreno del despotismo, de la tiranía, las cuales tienen su contraparte en un fenómeno que raras veces se despierta, pero que cuando lo hace, resulta inexorable: la fuerza de las masas. Es conocida la anécdota aquella en que Francisco Villa y Emiliano Zapata (personajes protagónicos en ese despertar de la fuerza de las masas que es la revolución) logran acceder al despacho presidencial en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. Villa se sienta en la silla del águila sin el menor embarazo, y hay quien incluso asegura que subió sus botas, llenas de polvo del camino, en el escritorio mientras anudaba los dedos de las manos detrás de la cabeza; en tanto Zapata, en actitud totalmente antípoda, se mostró reacio a acercarse siquiera a un asiento que representaba el poder absoluto de una nación, y por lo tanto, la posibilidad de sucumbir a la corrupción también absoluta. La verdad de dicha anécdota nunca ha sido comprobada, pero queda como una especie de alegoría de la temeridad y la prudencia ante el poder. ¿Y no va precisamente en este tenor una de las frases más desgastadas en el legado ideológico que dejara el tío Ben a Peter Parker? A saber: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Creo que sería un poco aparatoso terminar estas breves digresiones entonando una serie de discursos acerca de la responsabilidad en el uso de la fuerza. Sobre todo porque en la vida diaria, todos aquellos que (para bien y para mal) la poseen, no nos dejan olvidarlo un solo instante, y porque además tengo la tambaleante convicción de que cada quien conoce perfectamente sus propias tendencias en relación con las distintas caras de la fuerza. Por eso prefiero contar que mi primo Humberto, aquel ser sometido por la disolución de la fuerza, o bien, por la melancolía, contra todos los pronósticos familiares ha comenzado a salir avante, mas con tal lentitud, que en el trayecto ha desesperado a más de un impaciente que lo rodea, incluida su cónyuge.
Pero la vida es así: cada quien tiene su ritmo para hacer las cosas, por más que haya quien crea tener la solución perfecta para los problemas de los demás. Incluso cuando tengan razón, porque ya lo dice otro gran momento de la sabiduría popular: “a fuerza ni los zapatos entran”.

3 comentarios:

Gustavo López dijo...

Singular paréntesis abierto a partir del primo vago. Aparecieron héroes mitológicos y del cómic... Estos ejercicios de la fuerza y la voluntad, Rey, me recuerdan a los recurrentes conflictos entre los héroes y el mundo que los rodea. Tengo abierto el Quijote, y confieso que di casualmente con las dos palabras, fuerza y voluntad, en boca del héroe al comienzo de la aventura de los galeotes.
Tan pronto como aparece la comitiva, Sancho dice: Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. A lo que Don Quijote replica: ¿Cómo gente forzada? [...] ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente? Don Quijote retuerce irónicamente el significado de gente forzada del rey, de manera que coloca a los delincuentes en el mismo plano que a unos esclavos o a gente coaccionada injustamente. Sancho, escrupulosamente, rectifica el sentido: No digo eso [...] sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza. Sin embargo, Don Quijote insiste: [...] comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
A su manera, Cervantes practica un ejercicio de apertura de sentidos durante esta aventura: hace que el héroe se pasee interrogativamente entre los galeotes, si bien, luego, hace también que éste choque, irónica y ambiguamente, contra el espectáculo o mundo que lo rodea. Algo parecido a la contemplación del primo vago.

Víctor Sampayo dijo...

No recordaba esta referencia que haces del Quijote, Gustavo, pero creo que queda como anillo al dedo. Te agradezco mucho. Saludos.

terapia de pareja dijo...

Muy valioso artículo. Nos deja entender varias cosas acerca de la fuerza de voluntar con referencias muy interesantes y útiles.
Gracias por compartir este texto.