viernes, 20 de febrero de 2009
Sudorosos caballos
En ti quise ver mi propio reflejo:
naturaleza bicéfala,
carne de carne hambrienta,
fuego dormido en senderos
innumerablemente recorridos.
El tiempo me habló de la costumbre,
y en el lecho
tu calor conocido serpenteaba sutilmente,
como animal incauto
que desciende a beber al río.
La esencia traidora del sexo
me abatió con su oscura sed de multiplicidad,
su inclinación a saborear a la hembra
sin poner cuidado en la mujer.
Ancestrales actitudes desenterradas
desde el sórdido fondo del abismo.
Un atavío de garras y salvaje aliento,
la inevitable dilatación de las fosas
y la vehemente aspiración
del lascivo vaho que esconde la delicadeza.
Impertinente, el deseo se restregó
tras la suavidad aglutinada,
y así, asomada como la llama de una vela lejana,
ardía agazapada la ira.
No mentías con las ráfagas gélidas de tu mirada,
la espinosa voz raspando el silencio multitudinario,
y temí, vagamente,
que el alcohol y la sangre despertasen también
otra clase de aborrecible iniquidad.
Mas la oscuridad vertiginosa
terminó al fin con oleajes en el cielo:
la luz me atormentó la cabeza
y comprendí las nauseabundas miserias
que me esclavizaron el cuerpo:
Sudorosos caballos arrastrándome al infierno.
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2 comentarios:
Estos caballos hicieron hormiguear mi garganta como a Jonathan Harker la aparición de las tres sedientas en el cuarto del castillo...
Por mi sed... eche usted, Rey Mono, a galopar más caballos.
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