jueves, 1 de noviembre de 2012

Leer la mente



Desde niño he fantaseado con escuchar el pensamiento de los demás. ¿Cuántas cosas sorprendentes podrían albergar las mentes ajenas? Seguramente muchos secretos inconfesables, juegos de palabras casi siempre idiotas, sueños tan inverosímiles como desesperados, divagaciones que desembocarían en ningún lado o juegos que responderían a realidades más bien improbables. Así es: la absurda creencia de que todos tienen mentes como la mía. El prurito de saber “exactamente” lo que piensa alguien cercano a mí, siempre me ha llevado a fantasear hasta extremos inconcebibles, sobre todo desde que tengo esa manía de adjudicar posibles diálogos que sólo existen, al menos eso espero, en mi cabeza.

Esas fantasías perduran aún hoy, aunque con un agregado: creo poseer la capacidad de extraer hipotéticos pensamientos a partir de detalles quizás insignificantes, como la disposición de las arrugas u otros rasgos faciales en un rostro cualquiera. Si el sujeto de estudio tiene una serie de renglones extendidos y perfectamente delineados a lo largo de la frente, de inmediato veo frases o interjecciones que nacen del asombro; si por el contrario, la frente es atravesada verticalmente por un par de vigorosas arrugas, de inmediato apuesto a que de allí sólo podrán brotar pensamientos severos, nacidos ya sea de la ira o de una seriedad acartonada, refugio, por lo general, de profundidades tenebrosas; y si acaso adicionamos a ese par de arrugas verticales unas cejas con un cierto aire de desamparo, lo más probable es que estemos ante un libertino subyugado por intensas y vergonzosas aficiones.

Los pensamientos de alguien que me mira fijamente suelen ir muchas veces en direcciones distintas a las que toman las palabras. Merced a una mirada más o menos torva, uno puede ser capaz de quitarles verosimilitud a palabras pronunciadas con suavidad o cortesía. Incluso, si se es aventurado, podría uno atreverse a asegurar que los pensamientos de dicha persona van en una dirección totalmente opuesta, llena de sordidez y bellaquería, o por lo menos de corrompida oscuridad.

A veces, tal vez de una forma un tanto paranoica, me pongo a mirarme en el espejo, mas no para constatar una vanidad que sería risible en mí, sino para comprobar que mis palabras no exhibirán con tanta facilidad su doble o triple fondo, lo cual sería fatal dependiendo del contexto. Entonces trato de convertirme –por desgracia con poco éxito– en un maestro del disfraz verbal, una suerte de mago que, mediante las cercas espinosas de las palabras disfrazadas, impide al prójimo atisbar en los territorios más íntimos de mis pensamientos.

Al final, si dejamos de lado la interminable cadena de elucubraciones que me nacen cada vez que veo los rasgos de alguien, puedo afirmar que «leer» la mente de los demás me ha hecho una mejor persona. Bueno, en realidad no. Incluso quizás todo lo contrario. Pero mejor dejémoslo allí, no vaya a ser que comiencen a emerger desvaríos. Ya saben: de esos que después te persiguen en los momentos más inesperados…

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