martes, 22 de enero de 2013

Ideales del sexo


Supongo que a todos nos pasa. Durante la adolescencia, de inmediato nos llama la atención cualquier historia, imagen, contacto, entre otras cosas, que contenga alusiones directas o indirectas al sexo. Una especie de cosquilleo voluptuoso nos hace hinchar las narices y tragar saliva apresuradamente. «Ya tendré oportunidad de hacerlo», pareciera que queremos decir cuando algo deslumbra nuestra imaginación. Y una vez que nos ocurre esa experiencia que de golpe nos deposita en el camino de  la vida adulta, de inmediato queremos inspeccionar las posibilidades que ofrecen los cuerpos, por más que desde la antigüedad se haya visto que son más bien poco numerosas.

Por supuesto, con lo anterior me refiero a la mirada masculina. O quizás sea mejor decir: a mi propia mirada. La perspectiva femenina acerca del sexo ha sido poco explorada, y no podemos confiarnos a artículos de revistas titulados “Las cinco cosas que más les gustan a ellas en el sexo” y cosas similares. Me refiero a que no solemos escuchar cómo vive en realidad una mujer su sexualidad. ¿Padece acaso las mismas ansiedades que un hombre, los mismos anhelos, los mismos miedos? No me refiero a esas cosas que de tanto leerlas y oírlas son ya un lugar común, sino a lo que sucede en ellas durante los ritos del sexo, cosas que no se pueden comprender si todo el tiempo leemos adjetivos empalagosos o terribles.

Quizás por ello causó tanta polémica y asombro la publicación de La vida sexual de Catherine M. (2001), escrito por la respetada crítica de arte Catherine Millet, quien se pone a contar con la minuciosidad de quien pinta en granos de arroz los más sórdidos detalles de su vida sexual. Y sin embargo, hay algo raro con eso. Sobre todo porque sus experiencias poco o nada tienen que ver con las de una mujer «normal». No soy un tipo moralista ni nada semejante, pero dudo mucho que entre las féminas que podemos ver por la calle en un día cualquiera, haya muchas que en una sola noche se pongan a fornicar (usando sus tres cavidades hasta la extenuación) con cincuenta o más hombres de los que no podrán recordar el rostro, aunque sí el más ínfimo detalle del miembro. El libro pierde su misterio desde la página 1 y entonces se vuelve una suerte de catálogo que todo el tiempo relata sólo eso: episodios de cogidas estrepitosas, multitudinarias, exhibicionistas, amistosas, callejeras, elegantes, ambiguas, instructivas, para pasar el tiempo, al subir la montaña, en el parque… en fin, las repetitivas aventuras de una libertina que busca épater la bourgeoisie a toda costa.

Millet se somete a todo sin hacer preguntas, en cualquier lugar, incluso en los momentos menos oportunos (cuando padece migraña o bochornosos problemas estomacales), lo que nos deja instantáneas monótonamente pornográficas, aderezadas a veces por la escatología. Y pese al tono un tanto filosófico que se trenza con el lenguaje de las «jodiendas», nunca responde a cosas como, digamos, cuál es la misteriosa mecánica del deseo femenino que explica que lo que ayer le gustó hoy la deje indiferente, o qué sucede cuando un hombre pide cosas que ella nunca había hecho, o que quizás detesta, o que acaso anhela secretamente, o explicar quizás los tics nerviosos que acometen a algunas cuando ven, sienten, o están demasiado cerca de «ese algo» que las podría incendiar si tan sólo escucharan las palabras adecuadas.

Para acabar pronto, el libro terminó siendo como uno de esos videos baratos que se pueden comprar en las zonas más taimadas de la ciudad. Ah, y demasiados bostezos.


@elReyMono

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