Apenas comienzo a leer los primeros versos de Mirándola dormir y por un momento puedo imaginar que estoy dentro del escenario bosquejado por el poeta: la habitación, desteñida por una oscuridad parda, en la que los únicos indicios de luz son de color ceniza y provienen de una “T” formada por dos líneas, ambas producto de las gruesas cortinas entrecerradas que bloquean la visión del exterior. Es como si todo el mundo se redujera a aquel espacio delimitado por cuatro paredes. Resulta imposible saber si ese instante está ubicado antes del nacimiento del día, o si por el contrario, se encuentra en una breve extensión de tiempo que avanza lentamente hacia la noche, lo mismo que una barca que cruzara un lago. Mas no tardo en advertir que eso en realidad carece de importancia: el lugar puede armonizarse con cualquier disposición imaginativa.
Conforme progreso en la lectura, me siento capaz de agregar detalles que el poeta nunca determina, y es que me doy cuenta de que tal vez estoy cayendo en el embrujo de elaborar mi propia ambientación, como si fuera presa de una especie de contagio de la palabra: puedo palpar la imagen de un cuarto lleno del rasguñado silencio de un bosque de edificios; incluso, si se presta un poco de atención, es posible escuchar hasta el agudo y lúgubre sonido que producen cuando el viento roza los espacios existentes entre uno y otro. Y en medio de ese engañoso mutismo, de pronto comienza una lluvia ligera, más parecida al espumoso sonido del orvallo que al convulsivo desencadenamiento de un aguacero. El rumor del agua despierta al hombre que yace junto a la mujer. O quizá no lo despierta, solamente lo obliga a levantarse, presa de esa necesidad inexplicable que a veces nos hace huir de los momentos de infinita calma.
El hombre pudo haber encendido un cigarrillo, pudo haberse dirigido al baño para aliviar sus necesidades inmediatas, o tal vez sólo quiso reconocer la ceguera exterior de la ventana; en cualquier caso, es muy probable que haya reproducido un gesto automático sin, obviamente, percatarse de ello. Empero, es justo allí donde nace la revelación: con el rumor de la lluvia llenando los poros del silencio y los ojos ya acostumbrados a la tibia oscuridad de la alcoba. El hombre logra discernir la silueta de la mujer dormida, completamente fatigada de amor, abandonada en la cama con los brazos abiertos en cruz, "como un Cristo femenino". Y con ello, imperceptiblemente, comienza la observación minuciosa, la avalancha de vertiginosas cavilaciones.
Comienza a fraguarse el poema:
Ay de ti que duermes navegando.
Como el pájaro que duerme con los ojos abiertos.
Con la imperfecta serenidad de la que irradia perfectamente trastornada.
Con las manos tensas y el mentón altivo; los ojos un poco inclinados hacia dentro, un poco de soslayo, un poco a la manera del que mira sin mirar.
Con los senos de fuego altisonantes.
Con los poros de la ternura violentada, activos resoplando.
Y los dedos sobre extensiones carnales y perdidas, en pulcritudes domésticas y bárbaras, sobre juegos de azar y de certeza.
Con el instante un poco a la deriva, en el parpadeo de su órgano nupcial.
Con el parpadeo fabuloso de la creación que se celebra en la pura filigrana del amor.
Recostada plácidamente, si tu placidez no es aquel subterfugio del dibujo lácteo que denuncia al mar, del dibujo etéreo que describe a una mujer arrodillada ante algo indescifrable.
Recostada y soñando con la fauna al cuello, con pretensiones de ola sin memoria, con tu más hermoso sentimiento, casi en el ahogamiento, en las clemencias deleznables.
Sumergida con Dios a la mitad de la sombra y con el Diablo a la mitad de la luz, como si se cohabitara largamente con el arcaísmo... [1]
[1] Homero Aridjis, Mirándola Dormir/Perséfone, Lecturas Mexicanas. CONACULTA. México, 2003, p. 15.
3 comentarios:
Leo tu preámbulo al poema, y me traslado a una noche fresca, asi la imagino yo, desnuda en la cama, y el rumor de la lluvia.. ¿qué le falta a una noche para que sea perfecta si hay ruido que va del estrépito al rumor de la lluvia? Nada, esas paredes que nos aislan pero nos funden con la naturaleza afuera....
Aunque decís: gruesas cortinas entrecerradas, y las veo muy bien, mi imágenes actuales son una persiana veneciana que no impide el paso de la luz exterior. Y en el cuarto una débil claridad, como de humo que no puede escapar, porque leo El grito silencioso.
En vez de fumar, el hombre toma una cerveza, que parece negra en la penumbra de la habitación. Pero, la ceguera exterior pasa a ser un inmenso espacio donde los pesados aviones de reacción y los heroicos aparatos de hélice despegan y aterrizan ininterrumpidamente.
Sin embargo, se trata de un cuarto de hotel.
La mujer está de espaldas a la ventana, es decir, no duerme. La fauna al cuello, sí. Con pretensiones de ola sin memoria, sí.
Y los dedos sobre juegos de azar y de certezas.
Sabrás disculpar, Víctor, la ausencia de comillas.
Mi narratario me escribe y me responde con Mirándola dormir en las pupilas. Es una hermosa coincidencia este post tuyo.
Un saludo.
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