viernes, 19 de diciembre de 2008

Alegrías de cartón

En la recta final de El bandido se puede leer esta breve y abismal reflexión:

Era tan soso, tan aburrido mirar el propio sufrimiento; mirar el ajeno, en cambio, lo despertaba a uno. Aquellas dos habituales del restaurante, por ejemplo: qué miserables le parecían al bandido. Estaban siempre allí, como en busca de una pizca de felicidad. Sí, daban esa impresión. "A uno no debería notársele que es impaciente, que le exige a la vida y que está deseoso de algo en general", pensó él. "Es algo que causa mal efecto. Deberíamos parecer el mayor tiempo posible culquier cosa por la que nos puedan apreciar y tenernos simpatía. A quien se le ve que busca amor, no encuentra ni clemencia ni amor; se le pone en ridículo. Quien vive en paz interior, quien está completo, quien se ha reconciliado consigo mismo y con su existencia, quien da una impresión de equilibrio: he ahí quien merece el amor. Pero a los otros, a quienes parece faltarles alguna cosa, en lugar de darles un poco de placer, aun se les quita algo sin querer, así es la vida y no tiene visos de cambiar. Quien parezca satisfecho con lo que es y lo que tiene, tiene perspectivas de recibir aún algo más, pues tendemos a ser complacientes con él porque advertimos que sabe poseer [...]"[1]

Saber poseer. ¿Qué podría sonar más sencillo y al mismo tiempo ser tan endiabladamente difícil? Si se consigue, por los medios que sean, algo que no tiene la mayoría, por lo general es menester ostentarlo. Señores, tengo este "algo" que ustedes no tienen, y por tanto, no harían mal en pensar en mí como alguien que ha triunfado. Y lo mismo sucede con la felicidad. Quien la busca con avidez (como si fuera una obligación de la vida suministrárnosla) y no la consigue, suele poner en práctica sórdidas representaciones en las que siempre parece estar a punto de alcanzarla, y así lo cuentan a quien esté lo suficientemente cerca para oírlo. Haré esto y aquello, y seguramente seré feliz, y entonces, cuando te hagas una idea mental de mí, podrás envidiarme porque creerás que soy uno de los pocos escogidos que pudieron entrar al reino de los felices de cartón...
Pero quizá ya me estoy alejando de la idea central de Walser.
Siempre me pasa cuando pienso en la felicidad.

[1] Robert Walser, El bandido, Ediciones Siruela, Madrid, 2004, p. 119.

3 comentarios:

Gustavo López dijo...

Vengo también de leer tus Vanas iluminaciones. Para sorpresa mía, encontré que Walser dice ahí que sólo las mujeres saben enojarse.
Este autor corroe los saberes, porque en la entrada más próxima que hiciste, aquella del sueño de Jakob Von Gunten, la «sabiduría de la vida» es equiparada con el andar a rastras, con lamer las botas, al mismo tiempo que son menoscabadas «la inocencia», «la virtud», «el trabajo»... como en Sade, aquel que siga esos caminos no obtendrá otra recompensa que los repetidos abusos del poderoso.
Ahora se mete con el «saber poseer», y vos fuiste a parar a «la felicidad». Cuánta tela. Interesante, Rey.
Saludos.

Gio Yakún dijo...

Your Majesty, buena reflexión, muy ad hoc a los tiempos, por cierto.

Alegría es algo que se supone compartimos en Navidad. Alegría es algo que falta, de hecho, en muchas celebraciones decembrinas. Alegría es un perfume, un cuento, un performance del Cirque Du Soleil y casi parecería que se le define por su ausencia, más que por su claridad.

La reflexión de Walser me cala hondo hoy, pues en efecto, a veces buscamos algo sin saber que es nuestra búsqueda lo que lo aleja de nosotros. Quien busca felicidad, no podrá tenerla, pues no sabe lo que busca y la verá pasar de frente sin reconocerla. Y será siempre infeliz, siempre anhelante...

Saber poseer es, acaso, poseer sabiduría en primer lugar y no anhelar más nada.

Le dejo un fuerte abrazo y espero que su noche y el resto de sus días decembrinos encuentren momentos entrañables para anidar en su memoria.

Gio.

Gustavo López dijo...

Hola Víctor:
Venimos tertuliando desde hace varios meses... tal vez no sepas que no conocía a Ilya Kabakov, así como tampoco había leído Verrà la morte e avrà i tuoi occhi ni a Efrén Rebolledo, ni a Homero Aridjis, ni a Gorostiza. Bueno, quizás no haya exteriorizado que me sorprendí muy gratamente con las cinco entradas de tu conferencia sobre la Soledad de las lenguas. Me hizo mucha gracia enterarme de aquellos dos libros que habían salido publicados casi juntos y con el mismo título...
No había oído hablar de Robert Walser, ni había visto La Strada (tu excelente entrada fue motivación suficiente para no dejar pasar la oportunidad de verla). Buscaré Encomio del tirano... quiero leerlo; bueno, estos son solamente algunos pocos datos de todo lo que aprendí durante este tiempo con tu compañía.
Te confieso que fantaseo con la conversación que pudiera entablar en tu biblioteca mi serio librito con sus dos encumbrados vecinos: Wang Meng y sus Cuentos; Philip Roth y El oficio: un escritor sus colegas y sus obras...
Quiero decirte que tu afición por el mate con yuyos es ahora famosa acá... tu viejísima bombilla... tu novísima bombilla de pobre calidad... Tenés que seguir subiendo poemas leídos, se disfrutan mucho, muchísimo. Celebro tu prosa, lo sabés bien. El feliz encuentro con palabras nuevas.
De otras cosas más hondas no quiero hablar. No hace falta.
Alegría, querido.
Gus

ps: Ah, me había olvidado: conseguí un par de novelas de Oé en mesa de saldos de fin de año, pero Arrancad las semillas... no estaba. ¡Hacé la entrada nomás, ni siquiera terminé El grito... que por tramos se pone muy pesada! Un sincero abrazo, mi hermano, y que estés bien.