No siempre he vivido en un tercer piso. Por muchos años mi hogar estuvo compuesto por una casa de dos plantas, muy alejada no sólo del habitual tráfico citadino, sino también de las rutas de las aerolíneas comerciales. Los aviones eran en ese entonces ráfagas envueltas por remotos gruñidos que apenas jalaban un poco la atención de algún transeúnte que, por error o distracción, resbalara la mirada por el cielo.
Todo cambió en cuanto me mudé con ella a un departamento situado en la planta baja de un edificio pequeño, el cual, para nuestra mala suerte, estaba colocado justo por debajo de las rutas de los aviones que se preparaban para aterrizar en el aeropuerto internacional de la ciudad, a menos de 10 km de distancia. ¿Que cómo sé que el departamento estaba justo por debajo de dichas rutas? Muy sencillo: minutos cerca de ese instante que se suele llamar "mediodía" se podía sentir, como si fuera una manta, la fugaz sombra de los aviones que efectuaban la misma maniobra una y otra vez, sin importar su lugar de origen, ese giro necesario para encontrar de frente las pistas del aeropuerto.
Sin embargo, no era eso lo que más llamaba la atención del paso de los aviones, sino el implacable rugido que arrojaban sus turbinas a varios kilómetros a la redonda. Un rugido como de animal que reclama su territorio, el cual resultaba imposible de acallar con ningún instrumento de uso doméstico: televisión, aspiradora, licuadora, ni siquiera el equipo de sonido, que varias veces temblaba con guitarrazos de los Pixies o Sonic Youth; ninguno de ellos era capaz de opacar el atroz bramido de los aviones.
Y durante esos pequeños lapsos de tiempo podía pasar de todo: nos perdíamos el diálogo fundamental de una película, se interrumpía una conversación que después pasaba a otro cauce, nos olvidábamos de lo que estábamos pensando y de pronto nos veíamos, yo por ejemplo, colocando la tabla para picar cebolla encima de una almohada; y varias veces ocurrió que se llevó consigo, y con la misma facilidad, momentos agradables y desagradables.
Eso ha cambiado un poco en este último departamento, ubicado ahora en el tercer piso. Ya no estamos justo bajo la sombra de los aviones y el ruido no resulta tan atronador como antes. Pero de vez en cuando, aparecen algunos que braman con un vigor inesperado, y entonces hay cosas que vuelven para llevarse las mismas de antes: otra vez se interrumpen las conversaciones, se vuelve inaudible la mejor parte de una película, o uno ya no sabe qué es lo que iba a hacer o a decir, o si estaba a mitad de la risa o de las lágrimas.
¿Y qué más se estarán llevando? La verdad es que en este momento ya me es imposible recordarlo.
Todo cambió en cuanto me mudé con ella a un departamento situado en la planta baja de un edificio pequeño, el cual, para nuestra mala suerte, estaba colocado justo por debajo de las rutas de los aviones que se preparaban para aterrizar en el aeropuerto internacional de la ciudad, a menos de 10 km de distancia. ¿Que cómo sé que el departamento estaba justo por debajo de dichas rutas? Muy sencillo: minutos cerca de ese instante que se suele llamar "mediodía" se podía sentir, como si fuera una manta, la fugaz sombra de los aviones que efectuaban la misma maniobra una y otra vez, sin importar su lugar de origen, ese giro necesario para encontrar de frente las pistas del aeropuerto.
Sin embargo, no era eso lo que más llamaba la atención del paso de los aviones, sino el implacable rugido que arrojaban sus turbinas a varios kilómetros a la redonda. Un rugido como de animal que reclama su territorio, el cual resultaba imposible de acallar con ningún instrumento de uso doméstico: televisión, aspiradora, licuadora, ni siquiera el equipo de sonido, que varias veces temblaba con guitarrazos de los Pixies o Sonic Youth; ninguno de ellos era capaz de opacar el atroz bramido de los aviones.
Y durante esos pequeños lapsos de tiempo podía pasar de todo: nos perdíamos el diálogo fundamental de una película, se interrumpía una conversación que después pasaba a otro cauce, nos olvidábamos de lo que estábamos pensando y de pronto nos veíamos, yo por ejemplo, colocando la tabla para picar cebolla encima de una almohada; y varias veces ocurrió que se llevó consigo, y con la misma facilidad, momentos agradables y desagradables.
Eso ha cambiado un poco en este último departamento, ubicado ahora en el tercer piso. Ya no estamos justo bajo la sombra de los aviones y el ruido no resulta tan atronador como antes. Pero de vez en cuando, aparecen algunos que braman con un vigor inesperado, y entonces hay cosas que vuelven para llevarse las mismas de antes: otra vez se interrumpen las conversaciones, se vuelve inaudible la mejor parte de una película, o uno ya no sabe qué es lo que iba a hacer o a decir, o si estaba a mitad de la risa o de las lágrimas.
¿Y qué más se estarán llevando? La verdad es que en este momento ya me es imposible recordarlo.
1 comentario:
Encuentro inquietante la serie: dos, uno, tres (plantas). Acaso, como si la dinámica del narrador (uno), que está ahora en pareja (dos) y cambia de departamentos, siempre estuviera acechada por alguna sombra o bramido (tres).
No tengo ahora a fresco a Pierce, sin embargo esas mantas que vuelan representan algo que está en el lugar de otra cosa.
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