lunes, 9 de febrero de 2009

Lo inefable



En cierto momento de El arte de la fuga, Sergio Pitol menciona algunas de las lecturas que lo han dejado plenamente conmovido. Allí habla de La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, o más precisamente, del monólogo del leproso como unas de las páginas más bellas que le ha deparado el ejercicio de la lectura constante. Eso por supuesto me intrigó, ya que antes de conocer oblicuamente ese texto de Schwob, yo no había leído de él más que un libro de cuentos asimismo inolvidables: El rey de la máscara de oro. Y a pesar de que durante un tiempo importuné al personal de varias librerías con la pregunta de cuándo se iban a surtir con ese título descontinuado, al final lo encontré cuando ya ni siquiera me acordaba de que lo quería. Un libro delgadísimo que contenía sólo ese relato, prologado por Borges, y que vi por azar en una librería de viejo, aplastado por el peso de gruesos ejemplares de álgebra y aritmética, todo en una montaña en la que los libros de superación personal se mezclaban sin ningún pudor con los de ciencias, novelas rosas, y alguna que otra joyita literaria (como La cruzada de los niños) que, a saber por qué vueltas del destino, yacía olvidada por allí.
Lo curioso es que tomé el librito con una ligera agitación, y de inmediato lo abrí, sin prestar atención a la página. Me topé de bruces con esto:

¡No tuvo miedo de mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca y sus manos. Y le dije.
–Ve en paz hacia tu Señor Blanco, y dile que me ha olvidado.

Me exalté, aunque no podría explicar por qué, pagué enseguida el libro y me fui a casa. Lo leí de un trago. Cuando terminé, lo volví a leer. Y lo puse con mano temblorosa en el librero. Es casi invisible por su grosor, sólo para quienes suelen hurgar minuciosamente. El color ocre de su cubierta tampoco ayuda. Recordé lo dicho por Pitol, y en efecto, me pareció bello el texto, pero sentí que no todo quedaba allí, que la recreación poética de un hecho histórico como ése tenía que significar algo distinto a lo poco que yo había comprendido, si es que algo como eso se puede comprender: miles de niños que van al encuentro de la esclavitud o la muerte, movidos por una fe implacable. La actualización que Andrzejewski hace de ese infame capítulo de la historia a mediados del siglo XX en la fulgurante Las puertas del paraíso, no hace sino corroborar ese presentimiento. Pero de eso quizá hablaré después. Porque ahora quiero imaginar que alguien se pone a husmear en mi librero y que de pronto se topa con ese ejemplar casi insignificante, y que empero, pareciera quemar las manos. Ansío que ese alguien lo abra presa de la misma urgencia que yo experimenté. Y quién sabe, tal vez encuentre mejores palabras para ilustrarme la forma sencilla e insondable del relato. O más bien su anécdota. O acaso las dos.

4 comentarios:

Elsa RBrondo dijo...

Imagina que soy yo la que ha ido a tu librero. Me has recordado mi extraño encuentro con La cruzada de los niños (hace ya muchos años). Y ahora tengo mi ejemplar (la misma edición que tienes tú) a mi lado. El "Relato de la pequeña Allys" es de una triste y entrañable belleza. Gracias por recordármelo.

Gustavo López dijo...

Indecible —me viene inmediatamente ese carácter de invisibilidad que Rey le atribuyó a La cruzada de los niños en papel—, sin embargo hay una preparación en el relato del vicioso cuando se habla del «enjambre de abejas blancas». Las últimas palabras son: «Todas las cosas son blancas».
Y así ingresamos al relato del hombre olvidado: «capuchón blanco»; «cuerpo claro»; «blancura natural»; etcétera —en la jerga publicitaria vendría a ser como el mensaje subliminal— El relato termina con las salida del «negro de la selva».
Las pintitas rojas y la matraca de madera son una positiva delicia.

Anónimo dijo...

Mono, bienvenido a EGM. Husmee con comodidad que yo haré lo propio.

Anónimo dijo...

Schwob es para mi un escritor que parece revelarnos algo que ya estaba alli con toda su maravilla monstruosa y cotidiana fuerza. Hay un pequeño texto que se llama La Risa...un ensayo que recomiendo, para no olvidarnos. Me alegra compartir el placer de conocerlo y admirarlo.
Daniel