Definitivamente aún era largo el camino. La noche se metía por todas las ventanas del autobús, un paso fugaz e inexplicable a través de Córdoba (después constaté en un mapa que dimos una vuelta enorme para ir a Lisboa), carretera, luces, incapacidad para dormir a pesar de no haber pegado el ojo desde hacía más de 24 horas, hambre, el incansable sonido del motor... En algún momento, después de un sueño que apenas pendía de un hilo, asomé la vista por la ventana: los letreros comenzaban a estar en portugués; no supe a qué hora habíamos cruzado la frontera, pero extrañamente eso me tranquilizó. De hecho hubo un poblado en particular, cuyo nombre me quedé saboreando un rato, como si fuera un dulce: Mourao. Seguramente llegaríamos a Lisboa después de que el sol hubiera salido, quizá la mejor hora para conseguir una habitación e intentar descansar del incesante ajetreo que habíamos experimentado.
Pero nuevamente fallaron mis predicciones. De golpe llegamos a una Lisboa adormecida, aún bajo una noche cerrada. Sin más explicación bajamos del autobús, y de inmediato nos invadió esa sensación excitante y angustiosa al mismo tiempo que suele invadir al viajero cuando llega a una ciudad desconocida. Sin embargo, esa sensación se potenció aún más debido a lo inhóspito de la hora y a que en el Youth Hostel al que acudimos un negro gigante nos cerró la puerta en las narices gracias a mi torpeza: de la perilla colgaba un letrero que decía con grandes caracteres, trazados con un plumón, Não empurrar. Y sin embargo, lo primero que hice fue empujarla provocando un sonido chillón. Entonces salió este sujeto con las ventanas de la nariz hinchadas y antes de que pudiera preguntarle si tenía camas disponibles, me descerrajó en el rostro un terrible "No" y de un azotón volvió a cerrar la puerta. Ella estuvo a punto de dejarse arrastrar por la desesperación y me dijo cosas que prefiero no repetir. Así que debimos esperar a que el metro abriera sus puertas para llegar al centro, en donde suponía que encontraríamos albergue con más facilidad. Nos quedamos con las enormes mochilas bajo la luz amarilla de una farola, seguramente dibujando una extraña escena debido a todo lo que nos rodeaba: la noche, la quietud, algún auto que cruzaba la calle a exceso de velocidad. De pronto miré el rostro de ella, y una ternura me desgarró por dentro cuando me di cuenta de que tenía una nueva arruga, nacida en ese par de noches que pasamos casi en blanco. No se lo hice saber sino hasta que nos instalamos en un mísero hotel ubicado en el perímetro de la Praça Dom Pedro IV, después de que tomamos un baño benéfico y nos recostamos para dormir por fin en una cama cuya estructura de madera no paraba de crujir maliciosamente. Entonces, tan cerca de su rostro que sus ojos bailoteaban entre los míos, le hablé acerca de su nueva arruga, de cómo brotaba del párpado inferior de su ojo derecho y se prolongaba oblicuamente con dirección a su pómulo, y de que sería la forma más eficaz de recordar los trabajos padecidos durante ese trayecto. Pero ella no sólo no lo creyó, sino que descubrí alarma en su semblante pese al cansancio que nos invadía. De inmediato corrió a mirarse al espejo turbio que daba una falsa impresión de espacio extra en el minúsculo cuarto. Se acercó hasta que parecía besar su propio reflejo, y no paraba de soltar quejas que me incendiaron la imaginación. Reímos, aunque ella más bien parecía estar próxima al llanto.
Aún antes de hundirnos en el sueño, sentí que la cama tenía una inclinación casi imperceptible, de unos dos o tres grados, y los crujidos de la madera, acompasados por nuestra propia respiración, me parecieron como los que se escuchan en los barcos durante las noches silenciosas del mediterráneo...
Pero nuevamente fallaron mis predicciones. De golpe llegamos a una Lisboa adormecida, aún bajo una noche cerrada. Sin más explicación bajamos del autobús, y de inmediato nos invadió esa sensación excitante y angustiosa al mismo tiempo que suele invadir al viajero cuando llega a una ciudad desconocida. Sin embargo, esa sensación se potenció aún más debido a lo inhóspito de la hora y a que en el Youth Hostel al que acudimos un negro gigante nos cerró la puerta en las narices gracias a mi torpeza: de la perilla colgaba un letrero que decía con grandes caracteres, trazados con un plumón, Não empurrar. Y sin embargo, lo primero que hice fue empujarla provocando un sonido chillón. Entonces salió este sujeto con las ventanas de la nariz hinchadas y antes de que pudiera preguntarle si tenía camas disponibles, me descerrajó en el rostro un terrible "No" y de un azotón volvió a cerrar la puerta. Ella estuvo a punto de dejarse arrastrar por la desesperación y me dijo cosas que prefiero no repetir. Así que debimos esperar a que el metro abriera sus puertas para llegar al centro, en donde suponía que encontraríamos albergue con más facilidad. Nos quedamos con las enormes mochilas bajo la luz amarilla de una farola, seguramente dibujando una extraña escena debido a todo lo que nos rodeaba: la noche, la quietud, algún auto que cruzaba la calle a exceso de velocidad. De pronto miré el rostro de ella, y una ternura me desgarró por dentro cuando me di cuenta de que tenía una nueva arruga, nacida en ese par de noches que pasamos casi en blanco. No se lo hice saber sino hasta que nos instalamos en un mísero hotel ubicado en el perímetro de la Praça Dom Pedro IV, después de que tomamos un baño benéfico y nos recostamos para dormir por fin en una cama cuya estructura de madera no paraba de crujir maliciosamente. Entonces, tan cerca de su rostro que sus ojos bailoteaban entre los míos, le hablé acerca de su nueva arruga, de cómo brotaba del párpado inferior de su ojo derecho y se prolongaba oblicuamente con dirección a su pómulo, y de que sería la forma más eficaz de recordar los trabajos padecidos durante ese trayecto. Pero ella no sólo no lo creyó, sino que descubrí alarma en su semblante pese al cansancio que nos invadía. De inmediato corrió a mirarse al espejo turbio que daba una falsa impresión de espacio extra en el minúsculo cuarto. Se acercó hasta que parecía besar su propio reflejo, y no paraba de soltar quejas que me incendiaron la imaginación. Reímos, aunque ella más bien parecía estar próxima al llanto.
Aún antes de hundirnos en el sueño, sentí que la cama tenía una inclinación casi imperceptible, de unos dos o tres grados, y los crujidos de la madera, acompasados por nuestra propia respiración, me parecieron como los que se escuchan en los barcos durante las noches silenciosas del mediterráneo...
2 comentarios:
Al leerte por un momento hiciste que me sintiera en tierras lusitanas escuchando el sonido de los barcos. La farola, la dama, los infortunios de viajar en esas condiciones; todos los condimentos puestos para hacer de eso una gran experiencia de vida. Saludos.
“Buenas Noches, Buena Suerte”
A pesar de que la arruga se hizo ya manifiesta, será reflejada en el hotel después del baño reparador. De forma tal que la mirada del narrador resultará el primer espejo.
Amargo factor de la crónica, querido Rey.
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