sábado, 7 de noviembre de 2009

El tesoro de Moctezuma


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El tesoro de Moctezuma *

Eran los días últimos de Tenochtitlan. Crepitaban las flechas y volaban de un oído a otro los augurios. Frente al teocalli alguien repetía lúgubremente: “Con esta triste suerte nos vimos angustiados”. Los cadáveres se ordenaban en túmulos piramidales, y el mismo Templo Mayor parecía un difunto de forma caprichosa. Axoyotzin, el más confiable de los leales al emperador Moctezuma, fiel como un cuchillo de pedernal, buscó a su amo. No era fácil hallarlo entre ruinas, incendios, ayes de incomprensión y dolor, y gente que corría sin cesar, en círculos. Los arcabuces y la peste diezmaban.

Guiado por el instinto, en la madrugada teñida de sangre, Axoyotzin encontró al emperador: “Señor, os suplico. Sé de un sitio seguro para ocultar el tesoro, que jamás debe caer en manos extrañas. Es una cueva que nadie ha entrevisto siquiera, en el cerro que nunca se visitará. Confiad en mí. Llevemos el tesoro de inmediato”. Moctezuma, vacilante como era, pareció dudar pero se convenció ante el número de muertos y el sollozar de las mitologías. “Está bien. Vamos”.

La noche siguiente, unos cuantos acompañaron al monarca. El tesoro era, en efecto, portentoso, de un brillo perturbador, alucinante. En el largo viaje hacia el cerro, Axoyotzin observó la expresión acongojada de Moctezuma, su sensación de falta ante el pueblo. Luego, cuando mataron a sus acompañantes para certificar la discreción, Axoyotzin advirtió por vez primera en mucho tiempo una expresión de felicidad en el rostro del emperador. Contento, lo condujo de vuelta a la ciudad sitiada y a su palacio. Y escapó, para no compartir un destino que se anunciaba histórico.

En su pueblo, Axoyotzin no dio explicaciones de su regreso, y nadie se las solicitó porque en las épocas de cambio histórico la curiosidad se restringe. Trabajó la tierra, y sembró de referencias aciagas su conversación, y aun se dio tiempo para tener hijos. Y en las noches, o aun de mañana, un puñado de imágenes lo asaltaba: las joyas bellamente labradas, la caída de los tejos de oro a los que de inmediato cubría la tierra, Moctezuma ajeno a palabras y lágrimas, los enterradores desprevenidos que les mostraban la espalda, el rayo que acentuó la lividez de los semblantes al desaparecer la cueva de la vista más penetrante.

Desde ese día Axoyotzin sólo conoció un pensamiento: el tesoro costearía la resistencia armada y repondría en su sitial a los dioses.

Murió el emperador Cuauhtémoc y, un tanto a la fuerza, los vecinos y los familiares de Axoyotzin fueron traicionando los ritos de su pueblo. Él fingió, se arrodilló con lágrimas de furia, asistió a la Doctrina, y persistió en los sueños de revancha, en el día del exterminio de la falsa religión y sus enviados.

Un día, su hijo le anunció que en verdad creía en el dogma de los invasores, y que pensaba hacerse sacerdote. Angustiado, sin decir palabra, Axoyotzin sintió llegada la hora de extraer el tesoro y propiciar la vuelta de los suyos.

La noche del sábado, en la fiesta dedicada por su pueblo al santo recién impuesto, Axoyotzin, nervioso, desesperado, tomó pulque en demasía y bailó y pensó en todas las metáforas que las flores consienten. En la madrugada, harto del silencio, le confió a su interlocutor la cuantía del tesoro y le describió con minucia el sitio del ocultamiento.

En la tarde siguiente, cuando se despertó y en algo dominó el aturdimiento de su cráneo, Axoyotzin no consiguió recordar el nombre de su confidente. El pánico lo envolvió como la yerbas al rocío. ¿A quién le habría entregado el secreto de su pueblo? ¿Quién sería el delator o el avaricioso que segaría su vida? ¿Lo detendrían para torturarlo, o lo matarían al ir a extraer el tesoro? Y el pavor lo aturdió y lo enloqueció y no lo dejó comer. Se encerró sin ver a nadie y semanas después murió literalmente de hambre.

Y el desconocido, que no era tal, sino su hermano, se preguntó: “¿Qué me habrá contado Axoyotzin esa noche?” Porque él bebió tanto que no recordaba una sola palabra.


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* Carlos Monsiváis, Nuevo Catecismo para Indios Remisos, Editorial Era, México, 1996, pp. 93-95.

6 comentarios:

rodrigo dijo...

jajajaj terribles ironías de la vida!!

Víctor Sampayo dijo...

Sí, la ironía es quemante, pero lo que más me agrada de este relato (y del libro) es el lenguaje que maneja Monsi...

Georgells dijo...

Muy buen relato your Majesty! la vuelta de tuerca del final es genial...

Ya se le extrañaba.

G.

Gustavo López dijo...

Me atraen las voces de los protagonistas de este relato entre aztecas. Ahora recuerdo que, hace un par de años, Monsiváis fue invitado a la Feria del Libro de BA. En una entrevista repitió estas palabras bíblicas: «Horrenda cosa es caer en manos de un dios vivo».

Jurema dijo...

Genial la ironía.. me ha gustado mucho!
Saludos

Víctor Sampayo dijo...

Te agradezco, Gío.

En cuanto a lo de caer en las manos de un dios vivo, Gustavo, no sé bien si te refieres al dios pulque o a otro aún más terrible.

Y Jurema, bienvenida a este misceláneo espacio de letras bailadoras.