No puedo evitarlo. Cuando empiezo a hablar de escritores, siempre adquiero una figura corporal que, aunada a un tiple un tanto gangoso, suele sacar de quicio a más de uno. En aquella ocasión, charlando con esta mujer bellísima, chillaba yo con voluptuosidad acerca de La Cultura, El Estilo, La Forma, El Lenguaje, y pronto los grandes nombres comenzaron a salir de mi boca en ráfagas que descomponían ligeramente su exquisito peinado: Tolstoi, Joyce, Camus, Cortázar, Paz…
Sin embargo, después de sorber con un ruidillo burbujeante mi taza de té, que para mi mala fortuna aún no tenía una temperatura bebible, la conversación recayó en Borges, con lo que todo pareció adquirir un aire sagrado en la cafetería. Me sentí, por decirlo así, en mi hábitat, como si estuviera destinado a oficiar una fastuosa misa: celebré lo inaprensible de su prosa, sus giros inesperados, la minuciosa búsqueda de las palabras, las indispensables referencias, y me entusiasmé tanto, que no dudé en lanzar abundantes loas a su “majestuosa envergadura”. Ella permaneció boquiabierta, embelesada, con unos ojos en los que de seguro se asomaban los secretos más profundos de los mares. Mas en cuanto hice la pausa para sorber nuevamente de mi té, después de que las últimas dos palabras quedaran resonando en el ambiente por algunos segundos, de pronto su semblante cambió: se sobresaltó y me observó con una especie de ofendida curiosidad, enseguida palideció y un segundo después estaba tan roja como las luces típicas de los lugares prohibidos. Antes de que pudiera seguir con mi panegírico, su palma ya se había estrellado en mi mejilla con un ruido como el que producen ciertas pistolas antiguas. A manera de limosna me dejó los restos de su perfume y un dramático “¡Cómo te atreves, el pobre…!” y de inmediato se alejó, llevándose con ella sus magníficas piernas.
Yo me quedé allí, por supuesto, sentado sobre mi culo como si nada hubiera ocurrido, dando vueltas con una cucharita al verdoso líquido que humeaba en mi taza y pensando en mil locuras que nada tenían que ver con el lugar en el que estaba. Un mecanismo de autodefensa, supongo. Por lo demás, a lo largo del par de horas que di vueltas con la cucharita a las diversas tazas que me llevó un camarero cada vez más enfurruñado, me fui convenciendo de que las palabras, aun aquellas que parecen más inocentes, en todo momento son acechadas por el sonriente demonio del malentendido.
Sin embargo, después de sorber con un ruidillo burbujeante mi taza de té, que para mi mala fortuna aún no tenía una temperatura bebible, la conversación recayó en Borges, con lo que todo pareció adquirir un aire sagrado en la cafetería. Me sentí, por decirlo así, en mi hábitat, como si estuviera destinado a oficiar una fastuosa misa: celebré lo inaprensible de su prosa, sus giros inesperados, la minuciosa búsqueda de las palabras, las indispensables referencias, y me entusiasmé tanto, que no dudé en lanzar abundantes loas a su “majestuosa envergadura”. Ella permaneció boquiabierta, embelesada, con unos ojos en los que de seguro se asomaban los secretos más profundos de los mares. Mas en cuanto hice la pausa para sorber nuevamente de mi té, después de que las últimas dos palabras quedaran resonando en el ambiente por algunos segundos, de pronto su semblante cambió: se sobresaltó y me observó con una especie de ofendida curiosidad, enseguida palideció y un segundo después estaba tan roja como las luces típicas de los lugares prohibidos. Antes de que pudiera seguir con mi panegírico, su palma ya se había estrellado en mi mejilla con un ruido como el que producen ciertas pistolas antiguas. A manera de limosna me dejó los restos de su perfume y un dramático “¡Cómo te atreves, el pobre…!” y de inmediato se alejó, llevándose con ella sus magníficas piernas.
Yo me quedé allí, por supuesto, sentado sobre mi culo como si nada hubiera ocurrido, dando vueltas con una cucharita al verdoso líquido que humeaba en mi taza y pensando en mil locuras que nada tenían que ver con el lugar en el que estaba. Un mecanismo de autodefensa, supongo. Por lo demás, a lo largo del par de horas que di vueltas con la cucharita a las diversas tazas que me llevó un camarero cada vez más enfurruñado, me fui convenciendo de que las palabras, aun aquellas que parecen más inocentes, en todo momento son acechadas por el sonriente demonio del malentendido.
3 comentarios:
Y si. Tan inocentes, pero que bueno que te detuviste a tiempo, porque lo peor de los malentendidos es pretenderlos aclarar.
Un abrazo hasta su arbol Sr. Mono.
dios mio!! las que uno puede cometer gracias al entusiasmo!!
¡Malditas pausas dramáticas!
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