Hace apenas una semana me sucedió algo inesperado: durante dos noches seguidas, me acosté con la misma sensación epifánica atorada en la garganta, de esas que si te descuidas de inmediato te arrastrarán a las lágrimas. Lo curioso es que la sensación me dejó un par de sueños que me hicieron despertar y regresar a ellos una y otra vez, tal como las moscas que chocan en los cristales:
1
El escenario era magnífico: al parecer yo vivía en una inmensa casona de arquitectura de inicios del siglo XX, con enredaderas subiendo por diversos muros, en especial en aquellos que convivían cotidianamente con las sombras. Era un día lleno de un sol poderoso, aunque ya algo maduro, como el que suele colgarse en el cielo por allí de las 3 de la tarde en estas latitudes. En cierto momento apareció S. en la puerta de entrada, con esa mirada llena de mar que siempre me produjo un vértigo abrasador. Sonreía sin sarcasmo, como si buscara olvidar viejos e inútiles tragos amargos. Entró a la habitación en la que yo estaba y sin decir palabra nos pusimos a mirar el magnífico día que se dibujaba en la ventana. Era demasiado atrayente como para permanecer dentro de la casona, así que salimos a caminar al jardín. Sin embargo, decir jardín es algo bastante inexacto, porque aquel terreno abarcaba varias colinas sumamente asoleadas, algunas de las cuales estaban en barbecho, como si alguien las hubiera preparado para la siembra. Por doquier había tubérculos extraños, los cuales tenían el aspecto de haber sido arrancados recientemente. S. cogió una de aquellas raíces y me preguntó dulcemente por su nombre, a sabiendas quizás de mi afición por las plantas. “Oh, son sólo mandrágoras”, dije, y enseguida desperté con una sensación etérea…
2
Vagabundeaba por algún lugar de la ciudad. Estaba a la búsqueda de algo, como si tuviera que hacer un ajuste de cuentas. Pasado un rato encontré un edificio que parecía haber sido construido por un niño. Gigantescos dados y barras de colores conformaban los distintos niveles y habitaciones. Entré. En la recepción, un hombre cuya barba le escondía el cuello, custodiaba el acceso a los pisos superiores. Era más bien bajo de estatura, pero tenía cierto aire de ferocidad agazapada. Con voz lóbrega me preguntó mi nombre, y como de pasada me advirtió que tenía instrucciones de no dejar pasar a cierta gente non grata para S. Mientras él revisaba lentamente una lista, tuve una oleada de angustia, pero al final me dejó pasar. Comencé a subir, nivel tras nivel, y aquello parecía un enorme caos que, sin embargo, guardaba una misteriosa lógica. Y aunque subía y subía, no lo hacía sobre escaleras, sino trepando por enormes bloques de colores, lo que me implicaba grandes esfuerzos. Además, en cada nivel había gente ocupada en jugar con una seriedad asombrosa. Nadie parecía notar que yo subía y subía. Y así fue que llegué a los niveles más altos, en donde al fin apareció S. Su aspecto era fantástico: la mirada de mar, el vértigo abrasador; no tenía cabello, pero en su cráneo tenía incrustadas diversas clases de piedras preciosas, de las cuales emanaba un brillo violeta. Tampoco tenía ropa común, sino que su piel parecía al mismo tiempo un maravilloso atuendo con diversas tonalidades. Su mirada sonrió aún más que sus labios cuando me vio, y entonces entablamos un diálogo que ya no logro recordar. Al final, con una desfachatez deliciosa, me pidió que la esperara mientras ella iba a orinar. Y a pesar de que efectuó dicha operación prácticamente ante mi presencia, algo distinto atrajo aún más mi atención: noté, con un nudo en la garganta, que allí cerca había dos enormes ventanales en los que se podía comprobar la altura a la que estábamos. En el de la derecha se veía la ciudad, estirada hasta una montaña lejanísima e invadida por las sombras del crepúsculo, al mirar hacia abajo se distinguían ráfagas de viento moviéndose como olas; en el de la izquierda, un sol rojo, a punto de besar el horizonte, colmaba de danzarines reflejos las aguas de un mar sereno…
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