miércoles, 16 de febrero de 2011

La condena de los sabios


Y ahí estaba el Gran Escritor, agobiados los hombros por el formidable peso de tantos honores, de incontables panegíricos y loas; la cabeza, apenas poblada por algunas pelusas algodonosas, mostraba en la frente un sinnúmero de arrugas, fruto precioso de admirables y categóricas reflexiones, ostentadas, eso sí, como condecoraciones de guerra; los ojos opacos, saciados de tanto mirar hacia las profundidades de su propia conciencia, eran como las simas de inescrutables abismos. De su hierática figura emanaba una noble misantropía que había sabido manifestar con orgullo y agudeza ejemplares. ¡Cuántas obras invaluables había legado a la humanidad! ¡Cuántos desconcertantes pensamientos había dejado entre sus semejantes! ¡Cuán alto había que dirigir la mirada para rozar apenas el polvo de sus zapatos!

¿Y cuál era la recompensa por haber dedicado su vida a escarbar incansablemente entre lo sublime? Estaba, ay, condenado a permanecer ahí, sentado sobre su famélico trasero, escribiendo una y otra vez la misma frase mediante indescifrables garabatos, con esa mano temblorosa que había sido capaz de iluminar el camino de no pocos intelectuales, aguardando con aire de desamparo el final de aquella fila de adoradores (entre los cuales habíamos muchos que llevábamos hasta cuatro o cinco libros suyos en los brazos) que, para su mala fortuna, se extendía hasta donde la vista alcanzaba…

3 comentarios:

Panto dijo...

Contradictorio sometimiento. ¿Injusto?

Víctor Sampayo dijo...

Yo digo que sí; aunque tal vez quiero decir que no.

Panto dijo...

Eso mismo me parecía a mí.