miércoles, 22 de junio de 2011

Sentenciar y enjuiciar



Ya habrá oportunidad de comentarlo, pero mientras tanto dejo el siguiente fragmento, hallado en Masa y poder, de Elias Canetti:

Sentenciar y enjuiciar

Es recomendable partir de un fenómeno que nos es familiar a todos, el placer de enjuiciar. «Un libro malo», dice alguien, o «un cuadro malo», y aparenta tener algo objetivo que decir. De todos modos, la expresión de su rostro revela que lo dice con gusto. Pues la forma de la declaración engaña, y muy pronto adquiere un carácter personal. «Un mal escritor» o «un mal pintor», se oye enseguida, y suena como si se dijera «un mal hombre». Por todas partes tenemos ocasiones de sorprendernos a nosostros mismos, o conocidos y desconocidos, en este proceso de enjuiciar. El placer que produce el juicio negativo es siempre inconfundible.
Es un placer duro y cruel que no se deja turbar por nada. El juicio solo será un juicio si es emitido con una especie de seguridad inquietante. No conoce clemencia ni cautela alguna. Se emite con rapidez; y la falta de reflexión es lo más adecuado a su esencia. La pasión que revela se debe a su rapidez. El juicio rápido e incondicional es el que se dibuja como placer en el rostro del que enjuicia.
¿En qué consiste este placer? Apartamos algo de nosotros, relegándolo a un grupo inferior, lo cual presupone que nosotros mismos pertenecemos a uno superior. Al rebajar nos encumbramos. La existencia de esta dualidad, que representa valores contrapuestos, se considera algo natural y necesario. Sea lo que sea lo bueno, existe para que se distinga de lo malo. Nosostros mismos decidimos qué pertenece a lo uno y qué a lo otro.
Es el poder del juez el que nos arrogamos de esta manera. Porque solo en apariencia el juez está entre ambos campos, en el límite que separa lo bueno de lo malo. En cualquier caso, él se sitúa en el reino de lo bueno; la legitimación de su cargo se fundamenta, en gran parte, en su irrefregable pertenencia a este, como si hubiera nacido en él. Sentencia, por así decirlo, constantemente. Su sentencia es vinculante. Las cosas sobre las que debe pronunciarse son muy precisas, su extenso conocimiento de lo malo y lo bueno es fruto de una larga experiencia. Pero incluso aquellos que no son ni han sido designados jueces, y a los que nadie en su sano juicio desgnaría como tales, se permiten sentenciar siempre en todos los ámbitos. Para ello no se presupone ninguna competencia: los que se abstienen de sentenciar por pudor pueden contarse con los dedos de la mano.
La enfermedad de sentenciar es una de las más difundidas entre los hombres, y prácticamente todos se ven aquejados por ella. Intentemos sacar a la luz sus raíces.
El hombre siente la profunda necesidad de clasificar una y otra vez a toda la gente que pueda imaginarse. Al dividir el numero vago y amorfo de quienes lo rodean en dos grupos y enfrentarlos como tales, les confiere algo parecido a una densidad. Los concentra como si debieran luchar entre sí; los vuelve exclusivos y los carga de hostilidad. Tal como él se los imagina, tal como él los quiere, solo pueden estar unos contra otros. Sentenciar entre «buenos» y «malos» es el antiquísimo medio para efectuar una clasificación dualista, que, sin embargo, nunca es del todo conceptual ni enteramente pacífica. Lo importante es la tensión entre ellos, que el que enjuicia crea y renueva.
Este proceso tiene como base la tendencia a formar mutas hostiles, tendencia que, en última instancia, acabará por conducir a la muta de guerra. Al extenderse a todos los posibles ámbitos y actividades de la vida, se va diluyendo. Pero aunque se desarrolle pacíficamente, aunque parezca agotarse en una sentencia de una o dos palabras, la propensión a llevarla más lejos, hasta la hostilidad activa y sangrienta entre dos mutas, sigue estando siempre latente en ella.
Toda persona inmersa en las mil relaciones de su vida, pertenece así a innumerables grupos de «buenos» que se oponen a un número exactamente igual de grupos de «malos». El que uno u otro de estos grupos se convierta en una muta exacerbada y se abalance contra su muta enemiga antes de que esta se le adelante dependerá de una simple ocasión.
Las sentencias en apariencia pacíficas acaban por ser luego sentencias de muerte contra el enemigo. Los límites de los buenos quedan entonces perfectamente definidos, ¡y pobre del malo que los traspase! Nada tiene que buscar entre los buenos y deberá ser aniquilado.

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