viernes, 7 de octubre de 2011

Huecos de silencio


La gente suele temer demasiado al silencio. En una típica conversación de pareja no falta quien, tras una pausa de algunos interminables segundos, de inmediato pregunta al otro «¿en qué piensas?», y aunque el otro tal vez no está “pensando” en el estricto sentido del término, es acosado sin misericordia hasta que suelta algo, cualquier frase que mitigue un poco la densidad de ese incipiente vacío de palabras, lo cual no deja de ser un juego circular, porque el silencio siempre está acechando al final de las conversaciones, por más profundas o anodinas que sean. Los muy conocidos “silencios incómodos” aumentan poderosamente su densidad debido a la carga de posibles significados que se acumulan en ese brevísimo espacio de tiempo, generando una especie de electricidad malsana de la que es difícil escapar.

Por otra parte, no creo que sea necesario “pensar” siempre que se abre un hueco de silencio. A veces uno simplemente deja deambular a la mente sin prestar atención a lo que nos rodea, tal como sucede con el jinete cuando deja que el caballo vaya a su antojo mientras él afloja las bridas. Nuestra mente es un fárrago de palabras e imágenes que rara vez nos induce a pensar que un silencio absoluto realmente existe sobre la corteza de este planeta.

A propósito de esto, en Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), película de Ingmar Berman, hay un detalle que me llamó mucho la atención la primera vez que la vi. Es precisamente acerca de la manera de representar el silencio: un espacio de tiempo tasajeado por el vehemente tic tac de un reloj. No ocurre nada. No se escucha nada más. Y a pesar de ser apenas unos cuantos segundos, a uno le queda la impresión de que se trata de un “silencio absoluto”, colosalmente enigmático, pesado como catedral. Como si no pudiera más que nacer una catástrofe desde las entrañas mismas de ese silencio.

Quizás por ello causan tanto desasosiego aquellos rarísimos seres que saben callar. Y es que muchos problemas pueden iniciarse debido a que se suele malinterpretar el silencio y atribuirle significados, casi siempre equívocos o terribles. «El que calla, otorga», reza el famoso dicho popular, aunque siempre me ha quedado la duda de por qué otorga y no niega. Según yo, callar también puede ser como negarse rotunda, abúlicamente a algo… o a alguien. Es una forma sumamente densa, pesada, no carente incluso de cierto desdén, de sortear situaciones de desasosiego. Aquél que suele callar de inmediato genera desconfianza entre la gente, la pone en extrañas y difíciles encrucijadas porque el silencio es un abismo casi infranqueable que se abre entre quienes padecen incontinencia verbal y los que prefieren callar. Es una interminable hojarasca de posibles significados, muchas veces contradictorios, extendiéndose hasta donde la vista alcanza. Un muro casi imposible de salvar. O un refugio ante el exceso de charlatanería que nos rodea. Dependiendo las circunstancias, supongo.

Publicado originalmente en La Hoja de Arena

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