jueves, 11 de diciembre de 2008

Mañana

Justo aquí se está en medio de la calle. Si se mira hacia arriba, se verá un cielo blanco con manchas grises y algún agujero azul. A los lados hay unos pocos coches aparcados y también varios árboles que tornan sombrías las entradas de las casas. Buena parte del tiempo, esta calle es uno de los cada vez más raros islotes de tranquilidad que aún le restan a la ciudad. Lo que en cualquier otro lugar son normalmente ruidos continuos y chirriantes, aquí suelen languidecer y terminar en murmullos: el ladrar solitario de algún perro, los cláxones resonando como gemidos en el tráfico, las ambulancias aullando atrapadas en las cuadrículas de los autos, o el rayón agudo de las llantas sobre el pavimento, similar al rasguño de un cuchillo sobre un plato de porcelana.
Poco antes de llegar a la esquina, bajo un árbol, hay un coche con los vidrios empañados; diminutas gotas de rocío lo cubren por completo. A través de los cristales difusos se vislumbra la figura de una mujer que aferra el volante con los ojos clavados en el tablero, en un incierto lugar entre los números que señalan los 60 km y los 70 km. Las manos están crispadas, rígidas como raíces. Sólo las aletas de la nariz se mueven, expandiéndose y contrayéndose con rapidez, sin descanso. La mujer cierra los ojos, los aprieta, y comienza a escuchar los latidos de su corazón, opacos, oscuros, como en una caverna. Unos segundos después enciende el auto.
El ruido corta como sierra el silencio de la calle y en seguida se escuchan las protestas de algunos pájaros. Se ve el auto que comienza a avanzar con lentitud, una velocidad común, digamos, para una zona habitacional como ésta. Sin embargo, al llegar al recodo, gira en contrasentido sobre la avenida en que desemboca la calle.
Se alcanzan a distinguir los cambios en el sonido del motor mientras acelera: segunda… tercera... cuarta... Poco después se escuchan algunos pitidos, y también gritos, que en la lejanía semejan secretos estridentes. Y unos instantes más tarde el ruido de fierros que chocan, como truenos desabridos. Después la tranquilidad regresa, los coches yendo y viniendo, como rumor de agua que corre. Sobre la avenida, frente a la calle, hay un puente, y allí de pronto aparece el metro corriendo encima. Parece la cinta de una película.
Algunos pájaros se han descolgado hacia donde estaba el auto. Picotean en el pavimento mientras mueven con rapidez sus pequeñas cabezas y dan minúsculos brincos.
Seguro que alguien echó migajas en el piso.

4 comentarios:

Gustavo López dijo...

I invite you to unfasten your seat belt

Mona dijo...

Me gusta tu escritura. Tienes algo mas de poesías?
Saludos Colega primate ja.

Víctor Sampayo dijo...

Tentadora la invitación, Gustavo, jaja.
Y Mona, querida colega, ya irán saliendo, poco a poco...

Gio Yakún dijo...

Su majestad, el relato le quedó redondo. Despierta la imaginación e inquieta la mente. ¿Qué había pasado en la vida de esa mujer? ¿qué pasaba por su mente?

Hermoso. Pero la frase más dura, más fuerte, para mi, es aquella de: "Se ve el auto que comienza a avanzar con lentitud, una velocidad común, digamos, para una zona habitacional como ésta." Es como si fuera poco a poco dándose valor para tomar la avenida.

Fuerte!