Transcribo algunos apuntes de un diario que llevé en 2004, durante un prolongado viaje por Europa, Marruecos y Turquía. Estos textos sólo se refieren a un pequeño viaje que formó parte de aquél otro mucho más extenso.
[...] Llegar a Lisboa fue un tormento. De alguna manera creímos que podíamos aprovechar el tiempo si nos seguíamos de largo desde Marrakech, en donde tomamos el tren nocturno con rumbo a Tanger, y continuábamos sin parar hasta Portugal sin pernoctar en Algeciras o Sevilla, o en cualquier otra ciudad española. De hecho, en el tren mismo comenzó la pesadilla: una cabina oscura en la que cada tanto se percibían movimientos rápidos y sigilosos, y que entonces, cuando prendíamos la luz, constatábamos, no sin una mezcla de consternación y repugnancia, que en algún lugar se albergaba una colonia de cucarachas de la que no dejaban de emerger solitarios exploradores que algunas veces buscaban algún hueco debajo de las piernas, o que de plano trepaban por el pantalón o la chamarra de los viajeros. Acaso por eso dormité de forma febril, teniendo constantes entresueños de los que siempre despertaba sobresaltado, y en los que solía haber una clase de absurda persecución, como antes de pasar por Casablanca, cuando estaba seguro de que una horda de inspectores italianos con los ojos chispeantes y llenos de asombro, nos seguían los pasos con la cantinela que habíamos escuchado a cada rato en Bologna: I biglietti, per favore, Grazie!, y que en mis ensoñaciones parecía entonada por un barítono en la nave de un templo. Entonces ella me despertó de una sacudida debido a que una cucaracha había conseguido trepar por mi pantalón a una velocidad inconcebible, y tenía visos de dirigirse a mi boca entreabierta. La tiré de un manotazo cuando me cruzaba por el cuello, no sin un estremecimiento, y en eso el tren se detuvo y mucha gente se movilizó para subir o bajar. Era la estación de Casablanca. Entonces la cabina del tren se llenó de un grupo de jóvenes que no dejaban de desprender energía y movimientos hoscos, se hablaban a gritos y soltaban risotadas que bien podrían espantar a las aves posadas en un árbol. Por supuesto, no entendíamos nada de lo que decían, pero a mí me pareció notar en varios momentos algunas miradas de soslayo, seguidas de ligeras sonrisas que desaparecían enseguida, dejando apenas huellas fantasmales en sus rostros. Entre ellos hablaban árabe, y sólo se expresaban en francés cuando se dirigían a los extranjeros, como en las repetidas ocasiones en las que, debido a la excitación de su charla, uno de ellos me soltaba vagos y risueños excuse moi, después de que me llenaba las costillas de involuntarios codazos. Para el amanecer aún faltaban horas llenas del traqueteo del tren, de más risotadas y angustiosas ensoñaciones.
Cuando al fin emergió un sol rosáceo, como por arte de magia todo se disolvió: las cucarachas, las risotadas, los gritos, las ensoñaciones, incluso los viajeros, que descendieron poco antes del alba. Llegamos finalmente a Tanger, y enseguida, sin desayunar, abordamos un precario barquito con rumbo a Algeciras, de donde partiríamos a Sevilla una vez terminado el grasiento almuerzo. En Sevilla aún esperaríamos la llegada de la noche para seguir el trayecto hacia una Lisboa cada vez más deseada. [...]
[...] Llegar a Lisboa fue un tormento. De alguna manera creímos que podíamos aprovechar el tiempo si nos seguíamos de largo desde Marrakech, en donde tomamos el tren nocturno con rumbo a Tanger, y continuábamos sin parar hasta Portugal sin pernoctar en Algeciras o Sevilla, o en cualquier otra ciudad española. De hecho, en el tren mismo comenzó la pesadilla: una cabina oscura en la que cada tanto se percibían movimientos rápidos y sigilosos, y que entonces, cuando prendíamos la luz, constatábamos, no sin una mezcla de consternación y repugnancia, que en algún lugar se albergaba una colonia de cucarachas de la que no dejaban de emerger solitarios exploradores que algunas veces buscaban algún hueco debajo de las piernas, o que de plano trepaban por el pantalón o la chamarra de los viajeros. Acaso por eso dormité de forma febril, teniendo constantes entresueños de los que siempre despertaba sobresaltado, y en los que solía haber una clase de absurda persecución, como antes de pasar por Casablanca, cuando estaba seguro de que una horda de inspectores italianos con los ojos chispeantes y llenos de asombro, nos seguían los pasos con la cantinela que habíamos escuchado a cada rato en Bologna: I biglietti, per favore, Grazie!, y que en mis ensoñaciones parecía entonada por un barítono en la nave de un templo. Entonces ella me despertó de una sacudida debido a que una cucaracha había conseguido trepar por mi pantalón a una velocidad inconcebible, y tenía visos de dirigirse a mi boca entreabierta. La tiré de un manotazo cuando me cruzaba por el cuello, no sin un estremecimiento, y en eso el tren se detuvo y mucha gente se movilizó para subir o bajar. Era la estación de Casablanca. Entonces la cabina del tren se llenó de un grupo de jóvenes que no dejaban de desprender energía y movimientos hoscos, se hablaban a gritos y soltaban risotadas que bien podrían espantar a las aves posadas en un árbol. Por supuesto, no entendíamos nada de lo que decían, pero a mí me pareció notar en varios momentos algunas miradas de soslayo, seguidas de ligeras sonrisas que desaparecían enseguida, dejando apenas huellas fantasmales en sus rostros. Entre ellos hablaban árabe, y sólo se expresaban en francés cuando se dirigían a los extranjeros, como en las repetidas ocasiones en las que, debido a la excitación de su charla, uno de ellos me soltaba vagos y risueños excuse moi, después de que me llenaba las costillas de involuntarios codazos. Para el amanecer aún faltaban horas llenas del traqueteo del tren, de más risotadas y angustiosas ensoñaciones.
Cuando al fin emergió un sol rosáceo, como por arte de magia todo se disolvió: las cucarachas, las risotadas, los gritos, las ensoñaciones, incluso los viajeros, que descendieron poco antes del alba. Llegamos finalmente a Tanger, y enseguida, sin desayunar, abordamos un precario barquito con rumbo a Algeciras, de donde partiríamos a Sevilla una vez terminado el grasiento almuerzo. En Sevilla aún esperaríamos la llegada de la noche para seguir el trayecto hacia una Lisboa cada vez más deseada. [...]
2 comentarios:
Descubrí tu blog al estar checando una entrada antigua en el mío y ver tu comentario. Creo que me tardé demasiado en venir hacía acá. Aún no he tenido la oportunidad de visitar las Europas personalmente, pero de lo que estoy seguro es qué es un lugar tan mágico y lleno de misticismo que inspiran historias como la tuya. Espero la segunda parte. Buen blog. Estaré pasándome con regularidad. Saludos.
“Buenas Noches, Buena Suerte”
P.D. Conozco Casablanca por la película. Al ver la foto que uso de perfil podrás darte cuenta que me fascina.
Bello fragmento, Rey. Me hizo gracia la ensoñación con el inspector de boletos.
pd: Acá decimos picador al tipo que revisa los boletos en el vagón de los trenes suburbanos; mientras que, al que controla la salida en las estaciones, en el paso de los molinetes, lo llamamos despectivamente: la chancha.
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