jueves, 2 de julio de 2009

Goces del pasado


Un tema delicado, sin duda, éste de la vejez, sobre todo porque pertenece a la jurisdicción de lo que debe ser tratado de una forma “políticamente correcta”. Sin embargo, hace unos cuantos meses, y esto lo recordé después de haber escrito la entrada anterior, me encontré con que Sergio Pitol habla de ella en un pequeño apartado de El mago de Viena, o mejor dicho, la desacraliza desde sus propios cimientos (y además, con conocimiento de causa) de una forma tan estrafalaria, que mejor dejaré que el lector juzgue con sus propios ojos:

“Recuerdo un banquete celebrado en honor de un ilustre escritor extranjero, un auténtico sabio, en un palacio elegantísimo de Roma. Alguien mencionó el tema de la vejez, me parece que refiriéndose a Berenson, y el homenajeado escandalizó entonces a los concurrentes al decir, con una voz estruendosa que acalló las otras conversaciones, que había momentos en que recordaba con ternura una enfermedad venérea contraída en la adolescencia en un barco y las rudas curaciones que requería, sobre todo si se la comparaba con los repugnantes males que aquejan a los viejos y terminan convirtiéndose en su Némesis: los de la vejiga, la próstata, la ciática, las urticarias del cuero cabelludo, los escalofríos, la debilidad de los esfínteres, la amnesia, el temblor de las manos, y en ese momento los elegantes invitados, viejos en su enorme mayoría, levantaron con estruendo la voz y al unísono declararon que ellos y ellas no sentían para nada la vejez, que ni siquiera la advertían, que nunca se habían sentido en mejor forma, que la capacidad de creación se les había ampliado, que su último manejo del lenguaje era en verdad suntuoso, profundo, ático, o barroco, que cada uno escribía mejor que los demás, mientras el viejo priápico oía hablar, en tonos enfáticos, acalorados, histéricos, a esa tribu negadora de la vejez, con los ojos semicerrados, como si disfrutara ausentarse del presente y se hundiera en los goces del pasado: las hazañas de su pene incontinente, las manchas como condecoraciones descubiertas en su ropa interior. Su única manifestación de vida era una sonrisa de sorna dedicada a la concurrencia”.[1]

[1] Sergio Pitol, El mago de Viena, Fondo de Cultura Económica, México 2006, pp. 82-83.

3 comentarios:

Xabo Martínez dijo...

Estupendo, querido Victor.

Si recuerdas aquel Goethe que visitaba Bettina en Weimar, lo encontraba con pantuflas, con el gorro de dormir y con leve aliento alcoholico (por el vinito)....

Jajaja

Un abrazo

el ruso dijo...

No puedo pensar en otra cosa, porque es lo que me pasa, lo que me está pasando. Cuando los otros tratan de mostrar que no son viejos, yo también lo hago. Cuando se habla de los signos de la vejez, hay manifestaciones que no parecen de viejos, pero empiezan a serlo, como la memoria.
Yo pienso a menudo los hechos en función del recuerdo. Sin embargo, ahora concreto cosas que antes sólo imaginaba y que no podía. A veces, me sorprendo a mí mismo diciéndome, ese tiempo pasado era el tiempo feliz, qué lindo era...

Gustavo López dijo...

No sé bien, tengo en la cabeza a Gilles Deleuze. En El misterio de Ariadna escribió: «[...] doble afirmación, que hace retornar lo que se afirma y que no hace devenir sino lo que es activo.»

Me viene inevitablemente una novela de Bioy Casares: Diario de la guerra del cerdo. La voluntad de negar de los viejos. Caducos, chotos y que se la tiran de jóvenes, con sus tinturas y dentaduras postizas. Procaces, obscenos... me sale reproducir la bocanada asesina de los amigos de Isidorito. Pero, y muy por el contrario, el protagonista de la historia, el padre de Isidorito, compone, en compañía de su joven enamorada, una especie de tratado sentimental del eterno retorno.