viernes, 3 de diciembre de 2010

Divas


Nunca he logrado sentirme a gusto con las divas. Su insaciable ansia de elogios de inmediato me provoca palpitaciones en las sienes y un insoportable hormigueo en los dedos de las manos. Sin darme cuenta comienzo a bostezar, chasqueo la lengua groseramente, me entretengo con alguna grieta en paredes, pisos o techos, e incluso me da por decir procacidades disfrazadas de anodinas observaciones.

Sin embargo, aquella vez me sucedió algo en verdad extraño mientras estaba con esta diva “injustamente ignorada” por los círculos intelectuales. Nunca había leído un solo libro suyo, ni asistido a conferencias dictadas por ella por la simple razón de que no había hecho ni lo uno ni lo otro. ¿Y entonces por qué estaba charlando con ella en esa cafetería?, se preguntarán los más lúcidos. Sonará estúpido, pero me habían parecido “inteligentes” un par de artículos suyos publicados en revistas literarias de medio pelo y había tenido la peregrina idea de que se trataba de una mujer interesante, un posible contacto que ¿quién sabe?, acaso me podría ser útil en el futuro.

Lo primero que me sorprendió cuando la vi, fue que en vivo parecía treinta años mayor que en el retrato de las revistas. Su aspecto mortecino e insalubre, provocado por la prodigiosa cantidad de cigarrillos baratos que fumaba, encendiéndolos uno tras otro con la colilla del anterior, invitaba más a la repugnancia que a la piedad. En cuanto me vio, me fulminó con la mirada y poco después comenzó a medir mis capacidades a través de latinajos y citas de los clásicos. Tras su primera taza café, aquello se convirtió en un monólogo.

Me aseguraba, con sendos puñetazos que hacían vibrar la mesa, que su ausencia en los círculos literarios más encumbrados, se debía a la enorme cantidad de enemigos que se había granjeado gracias a sus espontáneas observaciones hechas a ciertos “grandes escritores”, a los cuales siempre se refería por su nombre de pila; así por ejemplo, decía que Octavio había sido toda su vida un redomado imbécil que sólo conseguía escapar de su ceguera cuando encontraba su propio nombre en alguna dedicatoria poética; o que Carlos la detestaba porque en una ocasión le había dicho, con su acostumbrada sinceridad, que nunca sería galardonado con ese único premio que le faltaba; o que Juan, que en paz descanse, nunca le había perdonado por haber dado en el clavo con respecto al prolijo silencio con el que se cubrió las espaldas tras la publicación de sus “obras maestras”. A los autores más contemporáneos no los ninguneaba, sino que se limpiaba los zapatos con sus nombres, según sus propias palabras. Incluso temía que la presente charla conmigo sería fatal para mí, ya que sus “enemigos” seguramente ya me habrían localizado, con lo que en adelante sólo me habría de esperar el repudio.

Como toda diva, era muy afecta a las mitomanías, y entonces contaba cosas que nunca podrían haber ocurrido a menos que tuviera el don de la ubicuidad, o al menos ciertas nociones acerca de la teletransportación. Cada tanto tosía con los ojos anegados en lágrimas, mientras me veía con expresión extrañamente desamparada, como si temiera morir delante de mis narices.

Los minutos seguían su ciega marcha hacia el pasado, cuando de pronto, justo en medio de uno de esos silencios que suelen llamarse “incómodos”, arribó a nuestra mesa un sujeto desaliñado, con ese aspecto que suelen mostrar los perezosos y los dementes. Empujaba una carriola que para mi sorpresa efectivamente contenía a un niño de unos tres o cuatro años, demasiado grande para el espacio del artefacto. El rostro de la diva adquirió un color cenizo y yo pensé que había llegado su hora postrera. Bajo sus labios resecos asomaron unos dientes cubiertos con una mancha herrumbrosa, y entonces emergió una voz que bien podía haberse extraído del rechinido de una verja:

–Qué haces aquí, te dije que no vinieras. ¿No ves que estoy ocupada?
–Ya tenemos mucha hambre, ¿cuánto más vas a estar aquí?
–¡Lo que sea necesario! –gritó la diva y aspiró profundamente de su cigarrillo.

El sujeto murmuró alguna palabrilla soez y arrastró una silla de metal a nuestra mesa. Se sentó con nosotros mientras el crío recibía una buena dosis de sol en pleno rostro. Ellos se miraban con odio intenso y a mí me dio la impresión de que me había vuelto traslúcido. Enseguida el tipo pidió un par de tortas de milanesa y las engulló sin contemplaciones, aunque lanzándome miradas escurridizas que no supe interpretar. Al poco rato llegaron dos chicos de unos catorce o quince años y se plantaron justo frente a nosotros.

–Efraín, Aída, arrímense unas sillas con nosotros –dijo la diva.

Los cinco, más la carriola con el crío, estábamos apelotonados en una mesa para dos. Me dio la impresión de que todos se esforzaban por evitar mirarme, lo cual me puso en una situación sumamente penosa porque nadie decía palabra. En realidad los chicos eran los que parecían ignorarme con más naturalidad, porque se la pasaban pellizcándose, riendo caballunamente o mostrándose el uno al otro los bocados triturados de las tortas que también habían pedido. Todos comían y bebían mientras yo seguía con mi austera taza de té, la cual por supuesto ya estaba fría.

La situación era cada vez más insostenible y entonces decidí partir, pero cuando hurgaba en mi cartera para pagar lo referente a mi taza de té, inesperadamente la diva le armó un escándalo al sujeto de la carriola.

–¿Ya conseguiste trabajo o sigues esperando que yo lo pague todo?
–Mierda, ¿no te cansas de ponerme en ridículo con la gente?
–¿Ridículo? ¿No me digas que aún tienes noción de lo que eso significa?

Los gritos eran tan desagradables que ni siquiera me enteré de la hora en que se habían largado los chicos. El crío de la carriola comenzó a berrear.

–Oigan, yo tengo que… –mi voz sonó tan débil que ni siquiera yo la escuché.
–Ya me tienes harta, carajo, siempre escudándote en estupideces. Y quita tus asquerosas manos de la carriola de mi hijo, ¿a dónde demonios lo llevas?
–Eres una vieja de mierda, con un aliento asqueroso que ya no soporto.
–Maldito seas, ¡te voy a sacar esos ojos! ¡Ven acá, cobarde!

Todo sucedió en un parpadeo. Yo estaba sentado con la mano aún en la cartera. En la mesa apareció mágicamente la cuenta y un corpulento mesero que me veía sin pizca de misericordia. Sabía que la cifra excedía con mucho lo que yo traía, así que mi cerebro comenzó a trabajar como nunca para salvarme el pellejo: de inmediato me percaté de que cruzando la calle había un banco.

–Mira, te dejo lo que traigo –dije con tono lo más indiferente posible, aunque fui capaz de notar un ligero temblor en mi voz– y voy al cajero de aquí enfrente por el resto.
–No se preocupe, aquí aceptamos tarjeta –dijo el mesero sin dejar de mirarme un solo instante.
–Lo que pasa es que necesito efectivo para otras cosas.

No le quedó alternativa. Así que salió del café para echarme el ojo. Nos separaban unos veinte pasos. Comencé a hurgar en mi cartera como si buscara algo, una tarjeta bancaria quizá. Y entonces eché a correr como nunca, con un ansia desbocada, vesánica, como si de eso dependiera mi vida. Corrí y corrí y corrí. Como nunca. Al principio escuché con toda claridad un “¡Hijo de toda su reputa madre! ¡Agárrenlo, que es ratero!” aunado a diversas exclamaciones y pasos apresurados que supuse iban en pos de mí, pero tras varias cuadras en las que fui callejoneando, ya sólo escuchaba mis propias zancadas, mi respiración, un zumbido agudo en mi cabeza. Cuando finalmente me detuve en la tranquilidad de un parque, con la lengua y la garganta resecas, y unas feroces ganas de caer desmayado o vomitar, me quedé pensando en que nunca he logrado sentirme a gusto con las divas…

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