El mundo suele ser un constante descubrimiento para un niño de tres años. La memoria es un almacén inmenso y vacío que va acumulando sensaciones e imágenes con cada despertar. Todo ser viviente de pequeñas dimensiones es susceptible de ser llevado a la boca: hormigas, arañas, escarabajos, lombrices, orugas, lagartijas, otros insectos de los que uno nunca averiguará el nombre. Pero también algunos objetos inanimados suelen mostrar sus pocas cualidades alimenticias en la boca de un niño, como las canicas, los lápices, las piedras, los terrones, o incluso objetos de metal como clavos pequeños. Aquella vez tenía en la boca precisamente uno, con el único fin de examinar con detenimiento su frío sabor metálico y la curiosa sensación que provocaba en la lengua tanto su afilada punta como su cabecita plana. Lo revolvía de una mejilla a otra, y sentía cómo me hacía producir una saliva asimismo metálica, abundante, llena de minúsculas burbujas que me inducían a seguir moviéndolo en el interior de la boca. Entonces apareció ella. O mejor dicho, salió de la cocina al huerto y me vio sentado en la tierra con el reguero de clavos a mi alrededor. Recuerdo que el aspecto de su rostro me asustó: pálida, con unos ojos que por poco le saltaban de las cuencas. “¿Qué estás haciendo? ¿Qué traes en la boca?” La rudeza de las preguntas surtió un efecto fatal en mi ánimo, porque de inmediato tragué la enorme bola de saliva, tal como se suele hacer cuando el miedo nos asalta de golpe, mas con tan mala fortuna, que por el conducto de la garganta se fue no sólo la bola de saliva, sino también el clavo.
La cara que hice debió hacérselo notar, porque su rostro moreno adquirió un color de ceniza. Me levantó por los sobacos con fuerza descomunal y me llevó como un muñeco corriendo por un tiempo que me pareció eterno. Mientras tenía esa sensación semejante a un rasguño que me recorría el pecho lentamente, al mismo tiempo veía su rostro desfigurado por la angustia, los ojos pequeños, con un aire de demencia, los escasos bigotes que le crecían cerca de la comisura de la boca singularmente erizados, el vertiginoso movimiento de los árboles a mi alrededor, sus manos endurecidas como garras en mis axilas, una extraña incapacidad para gemir siquiera.
Llegamos a un jacal sombrío que, a manera de recibidor, tenía un tendedero lleno de chiles guajillo puestos a secar. El olor me produjo escozor en la nariz pese a que me resultaba difícil respirar. Al fondo del cuarto, entre las sombras, de pronto se oyó un carraspeo destemplado y un arrastrar de pasos.
–Y ahora qué tenemos aquí.
–Se acaba de tragar un clavo el muy tarugo –dijo ella con voz ciega, estridente– ayúdelo, don Matías, por favor, Diosito le regresará alegrías, ya verá…
–Bueno, bueno, vamos a ver. Abre la boca, chamaco. Ajá, parece que te está lastimando el gaznate, ¿verdad? Mire, Maribel, váyase de volada por tres racimos de plátano tabasco y regrese lo más pronto que pueda porque esto se puede poner feo. ¿Hace cuánto tiempo pasó?
–No más de cinco minutos
–Córrale, entonces. Mientras, le voy a dar los pocos que yo tengo.
Y así estuvimos buena parte de la tarde. Plátano tras plátano. Yo masticaba la materia blanda con ese sonido chicloso que me recordaba las pisadas en el lodo, en tanto que mi madre y don Matías iban pelando los plátanos, uno tras otro. En varios momentos los ojos se me llenaron de lágrimas y estuve a punto de vomitar, pero ella me pellizcaba un brazo, me dejaban descansar un minuto, cuando mucho dos, y de inmediato seguía comiendo más y más plátanos. Fui obligado a engullir veinte plátanos exactos hasta que al fin el remedio surtió su efecto: un ronco gruñido intestinal nos avisó a todos que era el momento de saber mi destino: si el clavo aparecía entre la condensación de mierda estaría salvado y podría continuar con mi existencia; si no, sería cosa de tiempo para empezar a sufrir horribles dolores estomacales antes de expirar como un perro envenenado, sin haber alcanzado a hacer nada por la humanidad. Para lograr hurgar entre la copiosa mierda que excreté fue necesario hacerlo bajo la sombra de dos poderosos álamos en el huerto de don Matías. Mi madre removía las heces con una vara. Sin embargo no apareció el anhelado objeto tras examinarlas minuciosamente. Así que de vuelta a comer más plátanos, tres o cuatro más, hasta que de nuevo sentí que mis entrañas querían evacuar el sobrepeso. El sol vespertino trazaba rayos oblicuos entre las ramas de los árboles y numerosos pájaros gorjeaban sin cesar por encima de nuestras cabezas. Nuevamente mi madre examinó las heces, y de pronto un brillito inconfundible nos hizo sonreír a todos: ahí estaba el clavo, rodeado de aquella masa esponjosa y repugnante. Don Matías me jaloneó cariñosamente una oreja con su mano calluda y me dijo: “De la que te salvaste, chamaco, ahora ya sabes que los clavos no se comen”, y entonces rió con esa voz destemplada y como deshilachada, que debía, al igual que el tono amarillento de sus dedos, a su constante afición por los Faros, cigarrillos baratos, sin filtro e inconfundiblemente olorosos.
–Gracias, don Matías, no sé cómo pagarle –dijo mi madre con un tono patético que nunca le había escuchado antes y nunca le volví a escuchar después.
–No se apure, Maribel. Ya sabe que hoy es por usted y quizás mañana por mí.
Nos alejamos de casa de don Matías en completo silencio, agotados por la tensión y la espera. Sin embargo, cuando creí que todo quedaría en una aventura que por suerte había terminado bastante bien, ella desapareció en el huerto durante algunos minutos. Regresó con una flexible rama de trueno a la que le había quitado todas las hojas.
Lo que siguió a continuación se quedó en mi mente bañado con una bruma de ambigüedad. Recuerdo una mezcla de berridos agudos de mi parte, ofrecimientos desesperados de que no volvería a meterme nada en la boca, “Te lo prometo, mamita, ¡ay, ay, ya no me pegues, por favor!”, zumbidos interminables y aterradores de la rama de trueno, ardor en las nalgas, los brazos y las piernas, gritos roncos de ella en los que me advertía de una paliza aún más descomunal si la volvía a poner en ridículo con otras gentes, más y más berridos, hasta que al fin se cansó, y ya sólo me quedé lloriqueando bajito, con una voz cascada por tanto grito, en un rincón del cuarto que compartíamos con mi abuela, quien llegó horas después y, al verme lleno de marcas moradas, me colocó en su regazo y entabló una agria discusión con mi madre mientras me acariciaba los cabellos. Gritaron durante largo rato. Incluso la noche se empezó a meter por la única ventana del cuarto y nadie se atrevía a prender la vela. Mi madre se puso a llorar de rabia maldiciendo su suerte, al tiempo que me lanzaba miradas terribles, pero yo me sentía seguro en el regazo de mi abuela: sabía que mientras ella estuviera allí no habría nada ni nadie que pudiera hacerme daño en este mundo.
Ninguno merendó pese a que cada tanto se escuchaban los gruñidos de nuestras tripas. A mí me costó mucho trabajo dormir debido al ardor de los azotes y al hambre. Pero al final pudo más el cansancio y me dormí en el colchón de mi abuela, que siempre me hizo un lugarcito junto a ella hasta el día de su muerte, un par de años después.
Esa noche soñé que era un gran señor y que acicateaba a una mula para subir, con parsimonia inaudita, por una empinadísima cuesta en un día de sol aplastante.
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