En la habitación, sombras deformes bailotean sobre las paredes a consecuencia de la luz del televisor. La mujer está recostada en la cama, bajo las cobijas; mientras que el hombre, sentado en un sillón junto a la cama, con las manos detrás de la cabeza y los pies arropados en gruesas pantuflas, observa las imágnes de un tipo que lee algunas hojas, de calles encharcadas, de coches que atraviesan con lentitud las grises lagunas. Las imágenes se suceden con hipnótica rapidez en la pantalla. En algún momento, la mujer levanta la cabeza de la almohada, mira el reloj encima del buró. Voltea hacia el hombre, al fin le dice:
–Ya se tardaron, ¿no?
–¿Qué hora es?
–Pasan ya de las once. ¡Esa niña, ya le he dicho tantas veces que no llegue tan tarde! Pero ve el caso que me hace. Por ejemplo, ahorita que está lloviendo, ¿qué tal si se le descompone el carro a Julián? Y luego a esta hora... deberías decirle algo tú también, caray, porque a mí no me hace caso.
–Dijo que llegaba a las diez ¿verdad?
–¡A las diez, a las diez, condenada escuincla! Pero a la siguiente que vuelva a ver a ese muchacho le voy a decir un par de cosas que… Ya llegaron ¿no? Se escucha un motor. ¿Te asomas, Gabriel?
–Sí, son ellos –dice él ya con calma después de levantar un borde de la cortina y mirar hacia la calle; casi de inmediato regresa la vista a la televisión–, es el carro de Julián, iba a darse vuelta en la esquina. A ver si encuentra lugar en el parque. Pero mira nomás qué feo canta esa muchacha, en verdad que no entiendo por qué las pasan en la tele.
–Así son las modas de hoy: aullar como si los estuvieran apaleando. Por ejemplo, Rosalba Fuentes, la que cantó antes de que empezara la telenovela de las nueve... ¿Qué es eso Gabriel? Parece que están gritando en la calle. ¿Oíste o no?
–Sssh, ¡cállate...! No se ve nada desde aquí. Voy afuera.
El hombre sale de la casa sintiendo enseguida la frialdad de un pie anegado hasta el tobillo en un charco, y justo cuando está por alcanzar la banqueta, después de haber sacudido la pantufla, escucha un acelerón ronco, profundo. Se apresura a la calle sintiendo la vista algo empañada, la cara picoteada de gotas de lluvia; y al llegar por fin, se niega a reconocer a su hija mientras es trasladada casi en vilo, por un tipo encapuchado, hacia un auto que ya espera con la puerta abierta, el motor gruñendo. Hay otro sujeto que apunta con una arma hacia la cara de Julián, lo amenaza con gritos insolentes; el muchacho está sentado al volante y llora aterrorizado. El tipo del arma retrocede hasta entrar en el otro auto y arrancan con estrépito.
Incrédulo, con punzadas agudas en el pecho, el hombre no sabe a qué hora echó a correr; tropieza, siente las piedras del pavimento a través de la delgada suela de las pantuflas, alcanza un costado del auto en marcha y consigue asirse de la chamarra de su hija antes de que puedan subir la ventanilla. Se aferra a ella como si estuviera a punto de ahogarse en el oceáno. La escucha llorar, gritar, la voz amortiguada por una bolsa de tela que le cubre la cabeza, las manos están atadas a la espalda. Y él grita también, sin poder decir palabra, como quien ha olvidado el lenguaje y sólo consigue gemir. Entonces, tan rápido y tan lento como en una ensoñación, escucha que un tipo, el que va al volante, aúlla mientras mira por el retrovisor, volteando a veces hacia atrás: “¡Dispárale, pinche Muelas, que nos lleva la chingada, dispárale!”. Ve que el tipo que va detrás, jaloneando a su hija, le apunta directamente al rostro con algo metálico, un cañón oscuro, un ojo severo; el hombre escucha una, dos explosiones, capta relámpagos amarillos. Todo es tan lento que ve con claridad que algo oscuro se atraviesa entre él y las balas, siente la cara salpicada de algo chicloso, tibio, con grumos. “Felicia, hija”, alcanza a pensar, hasta que otra explosión, un resplandor, de pronto lo ciega.
–Ya se tardaron, ¿no?
–¿Qué hora es?
–Pasan ya de las once. ¡Esa niña, ya le he dicho tantas veces que no llegue tan tarde! Pero ve el caso que me hace. Por ejemplo, ahorita que está lloviendo, ¿qué tal si se le descompone el carro a Julián? Y luego a esta hora... deberías decirle algo tú también, caray, porque a mí no me hace caso.
–Dijo que llegaba a las diez ¿verdad?
–¡A las diez, a las diez, condenada escuincla! Pero a la siguiente que vuelva a ver a ese muchacho le voy a decir un par de cosas que… Ya llegaron ¿no? Se escucha un motor. ¿Te asomas, Gabriel?
–Sí, son ellos –dice él ya con calma después de levantar un borde de la cortina y mirar hacia la calle; casi de inmediato regresa la vista a la televisión–, es el carro de Julián, iba a darse vuelta en la esquina. A ver si encuentra lugar en el parque. Pero mira nomás qué feo canta esa muchacha, en verdad que no entiendo por qué las pasan en la tele.
–Así son las modas de hoy: aullar como si los estuvieran apaleando. Por ejemplo, Rosalba Fuentes, la que cantó antes de que empezara la telenovela de las nueve... ¿Qué es eso Gabriel? Parece que están gritando en la calle. ¿Oíste o no?
–Sssh, ¡cállate...! No se ve nada desde aquí. Voy afuera.
El hombre sale de la casa sintiendo enseguida la frialdad de un pie anegado hasta el tobillo en un charco, y justo cuando está por alcanzar la banqueta, después de haber sacudido la pantufla, escucha un acelerón ronco, profundo. Se apresura a la calle sintiendo la vista algo empañada, la cara picoteada de gotas de lluvia; y al llegar por fin, se niega a reconocer a su hija mientras es trasladada casi en vilo, por un tipo encapuchado, hacia un auto que ya espera con la puerta abierta, el motor gruñendo. Hay otro sujeto que apunta con una arma hacia la cara de Julián, lo amenaza con gritos insolentes; el muchacho está sentado al volante y llora aterrorizado. El tipo del arma retrocede hasta entrar en el otro auto y arrancan con estrépito.
Incrédulo, con punzadas agudas en el pecho, el hombre no sabe a qué hora echó a correr; tropieza, siente las piedras del pavimento a través de la delgada suela de las pantuflas, alcanza un costado del auto en marcha y consigue asirse de la chamarra de su hija antes de que puedan subir la ventanilla. Se aferra a ella como si estuviera a punto de ahogarse en el oceáno. La escucha llorar, gritar, la voz amortiguada por una bolsa de tela que le cubre la cabeza, las manos están atadas a la espalda. Y él grita también, sin poder decir palabra, como quien ha olvidado el lenguaje y sólo consigue gemir. Entonces, tan rápido y tan lento como en una ensoñación, escucha que un tipo, el que va al volante, aúlla mientras mira por el retrovisor, volteando a veces hacia atrás: “¡Dispárale, pinche Muelas, que nos lleva la chingada, dispárale!”. Ve que el tipo que va detrás, jaloneando a su hija, le apunta directamente al rostro con algo metálico, un cañón oscuro, un ojo severo; el hombre escucha una, dos explosiones, capta relámpagos amarillos. Todo es tan lento que ve con claridad que algo oscuro se atraviesa entre él y las balas, siente la cara salpicada de algo chicloso, tibio, con grumos. “Felicia, hija”, alcanza a pensar, hasta que otra explosión, un resplandor, de pronto lo ciega.
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