jueves, 27 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 5 de 5)

–Apúrate, Rómulo, que ya me quiero largar –dice Fermín con impaciencia mientras se abotona la camisa.
–Espérame, voy a echar una firma –dice Rómulo dirigiéndose al baño, deja abierta la puerta para seguir platicando–. ¿Ya no hay nadie más en el andén?
–Sólo los de siempre y acaban de llegar los de mantenimiento hace como cinco minutos.
Se escucha un chorro de agua que golpetea con un sonido ramificado, débil, en la porcelana del escusado.
–Fíjate que se me hizo largo el día –dice Rómulo–, ha de ser tanta lluvia. Oye, ¿entonces dices que encontraste un muerto en un vagón?
–Híjole, mano, así se hacen los chismes –refunfuña Fermín exasperado, le fastidia el sonido de los orines cayendo en el retrete–, te dije que encontré a un chavo que estaba tirado en el piso, desmayado. Le eché algo de agua en la cara y se despertó de un brinco. Lo hubieras visto, andaba todo madreado, con los pantalones hasta los tobillos y las nalgas todas rojas y llenas de sangre seca. Tenía una peste extraña que recordaba al moho. Ni siquiera se había dado cuenta de cómo andaba, porque intentó levantarse y caminar y se puso un madrazo tal, que casi se desmaya otra vez.
– ¡Ugh!, ¡se lo cogieron los pinches maricas!
–Seguro, pero a ver, ¿qué andaba haciendo a estas horas en los vagones de atrás? A mí se me hace que a él también le gusta la… –en eso Fermín mira el reloj y su exasperación aumenta de pronto–, oye, Rómulo, ya córtale, no quiero estar aquí toda la noche escuchándote mear.
–Ya casi, no te me desesperes, sólo unas gotitas más. Esos güeyes siempre se buscan como a estas horas en el último vagón, ¿verdad? –Rómulo se sacude, jala de la cadena, escupe– ¡Ahh!, ya estuvo, vámonos.
–Me cae que no los entiendo.
–¿A quienes, a los...?
–Pues sí, a quién más... Chin, sigue lloviendo, carajo, lleva como tres o cuatro días seguiditos. Deja saco la sombrilla.
–Pero por qué no los entiendes.
–Es que, caray, tan sabrosas que son las viejas, con ese olor particular cuando están recién bañaditas, su pelo, las nalgas que te arriman cuando ya es la hora de dormir, grandes y suavecitas, no sé, todo eso.
–Pero a ver Fermín, aquí entre nos, hablando de hombre a hombre, ¿a poco a ti nunca te han dado ganas de…? –pregunta Rómulo con cara de coyote.
– ¿De qué, cabrón? No chingues, Rómulo, ora me vas a salir con que tú también... ¡y a tus años!
–Si me das un beso te digo la verdad.
–¡Sáquese a la chingada!.
–Je, je, je, oye, ¿y entonces qué pasó con el chavo?.
–Nada, se fue medio apendejado, la verdad me dio algo de lástima porque se buscó en los bolsillos y me dijo con espanto, casi llorando, que lo habían dejado sin un sólo centavo, ni siquiera para regresarse a su casa. Así que le di veinte pesos para que llegara sin problemas, aunque después me quedé pensando en cuántos cabrones no hemos visto igual que ése y no creas, me dolieron mis veinte pesitos, total, con ellos hubiera podido comprarme unos Delicados. Porque seamos claros, si no se lo cogieron contra su voluntad, seguro que entonces trabaja para “ellos” y ya sabes cómo suelen arreglar sus deudas. Pero bueno, a mi qué carajo me importa.
–No pos eso sí. Ni para qué meterse en cosas que uno no conoce. Oye, mañana juegan tus poderosas águilas, ¿verdad? Qué, ahora sí nos aventamos una apuesta o te vas a volver a rajar...
Los viejos se alejan lentamente de la boca del metro, un hoyo luminoso en el piso, en la noche, y al alejarse se convierten en sombras con bordes brillantes de lluvia.
El cielo está denso, impenetrable. Abajo, en ese agujero lleno de luz suenan algunos silbidos apagados, gritos, el zumbar de varias máquinas, martillazos, voces.
Innumerables voces.

1 comentario:

Alexia Lefebvre dijo...

Hola Víctor,
Te agradezco mucho la propuesta. Es un honor y un gusto. Mañana te envío unos cuantos cuentos y el curriculum que me pediste. Gracias y saludos.
Alexia