Ya no es de día pero tampoco es aún de noche, el color del cielo es de un azul impreciso, ambiguo, de ese que recuerda las flamas de una estufa. Cosa rara: el ambiente había estado sumamente caluroso durante varias semanas, casos de deshidratación y sequía por todas partes, hasta que de pronto, sin que nadie lo advirtiera, había comenzado a llover; claro, si es que a ese polvo de agua se le puede llamar realmente lluvia. El caso es que van tres días con sus noches que no para de llover y las inundaciones y desgajamientos de varios cerros comienzan a ser noticias frecuentes en cualquier espacio informativo.
Y como a todos afecta la lluvia, aquél auto también avanza con lentitud, sin llamar la atención, con el mismo andar cansino de los otros miles de autos que andan por la ciudad a esas horas. Los tres hombres que lo tripulan van silenciosos, tensos, como alambres estirados. Algunas veces, al tratar de discernir a través de la película blanquecina que se ha instalado en los cristales, cuajados por fuera por pequeños granos de agua, alguno de ellos usa el puño o la manga y traza círculos nítidos que al poco rato se ven cubiertos por una nueva capa blanquecina.
Por fin escapan de la avenida congestionada, están en una zona habitacional. Se detienen detrás de otro auto, junto a un jardín que abarca poco más de cuatro manzanas de longitud y que luce pardo y lúgubre gracias a la multitud de árboles que lo habitan. Los tres hombres encienden un cigarrillo al mismo tiempo, y al darse cuenta de la acción casi sonríen, pero la angustia que les estira las entrañas lo evita y sólo se miran de reojo. Los dos que van adelante ya han pasado muchas veces por algo así, sin embargo es inevitable la zozobra previa a la acción, porque nunca se sabe si algo, a pesar de todas las previsiones, saldrá mal. El que va atrás, ese sí no sabe qué hacerse, se llama Román pero le dicen el Muelas, gracias a la peculiar falta de higiene bucal que lo caracteriza y de la que a veces incluso alardea. Fuma el cigarrillo con rapidez, apenas aspirando un poco el humo para casi enseguida exhalarlo en una nube densa, azulosa; su pierna derecha se agita enajenadamente mientras talla todas las uñas de la mano con el pulgar, sintiendo la textura de cada una. Se le nota que tiene ganas de decir algo, cualquier cosa que se lleve el silencio que se vive dentro del auto y que gracias al humo parece más profundo. Va a hablar, pero no, mejor se decide a tocar la cacha de la pistola que le asoma por encima del cinturón. Para su fortuna, el Morro, detrás del volante con aquel rostro pétreo que tiene, rompe el silencio y pregunta al Juanis si está completamente seguro de que el bisne no tardará en llegar. Por el tono y la seguridad con que hace la pregunta, se ve que es el que manda allí, aparte de que ni siquiera se digna mirar al interrogado, quien por su parte contesta que la ha estudiado por casi dos meses y que se sabe sus movimientos de memoria. Un nuevo silencio se derrama dentro del auto y nuevos movimientos frenéticos agitan al Muelas, apenas visible entre las tinieblas de la humareda.
–Ya estate quieto, Muelas, que me estás sacando de quicio –dice el Morro tras un buen rato, mirándolo desde el retrovisor con sus inescrutables ojos negros, brillosos como manchas de tinta. Comienza a bajar la ventanilla de su puerta y el humo se escapa como en una olla hirviendo.
–Qué habrá pasado… –se le escapa en voz alta al Juanis después de varios minutos mientras baja también su vidrio–, ya se tardaron...
Ha pasado ya bastante rato y ninguno dio cuenta del momento en que se oscureció por completo. El frío que se mete por las ventanas ya les empezó a calar, cosa que no deja de afectar al Muelas, cubierto apenas con una camisa de franela, porque nuevamente se le agita el cuerpo en espasmos incontrolables, provocando movimientos en los sillones del auto.
– ¡Chingada madre, pinche Muelas! ¿No te puedes estar en paz? –brama el Morro con la voz ronca y los ojos saltones, los dientes le asoman bajo el tosco bigote.
–Es sin querer, Morro, es que tengo frío –casi chilla el Muelas, presa del pánico–; ¡chingada!, se me olvidó mi chamarra... oye, Juanis, ¿no tendrás algo de tequila por ahí? Para entrar en calorcito, porque pinche frío de perros, no es normal que esté lloviendo así…
–¡Dale el puto tequila y que se calle este pendejo de una buena vez, está para rajarle los güevos a cualquiera!
El Juanis, sin responder palabra y sin dejar de mirar hacia el final de la calle, saca una botella oculta debajo de su asiento. Da un trago generoso y hace un sonido desagradable cuando la separa de la boca; se la va a llevar nuevamente a los labios pero el Morro se la arrebata y bebe a su vez, interminablemente, tanto, que cuando el ansioso Muelas la recibe, apenas alcanza para enjuagarse la boca tres veces, las suficientes, sin embargo, para hacerlo toser una vez vaciada la botella.
–A ver si con eso ya te calmas –dice el Morro encendiendo un nuevo cigarro, le lanza una mirada fugaz por el retrovisor.
Este Morro no es tipo de arrepentimientos, o al menos no los confiesa, pero con ese nerviosismo del Muelas piensa que habría sido mejor traer al Gargajo, que aunque a veces más salvaje de lo necesario, por lo menos ya domina los nervios y no los anda contagiando a los demás. Nunca lo admitiría, pero trae un mal presentimiento de todo esto y ya estuvo a punto de proponer la retirada. Sin embargo, el trago lo ha tranquilizado y decide aguardar un poco más. Si hubiera hecho caso a ese instinto (tan molesto a veces pues fácilmente se confunde con el miedo) y hubiera decidido dejarlo todo para el día siguiente, no habrían tenido que esperar tanto tiempo y a esas horas ya andarían en el disfrute del negocio para el cual habían venido. De cualquier manera no es el único que se siente mejor después del trago, también el Muelas se ha sosegado y hasta parece que se va a quedar dormido en cualquier momento, como un bebé. Del Juanis no hay que hablar siquiera, un tipo tan parco de semblante aunque tan resuelto a la hora de la acción, suele infundir confianza, incluso en un jefe que se atreve a dudar.
Y como a todos afecta la lluvia, aquél auto también avanza con lentitud, sin llamar la atención, con el mismo andar cansino de los otros miles de autos que andan por la ciudad a esas horas. Los tres hombres que lo tripulan van silenciosos, tensos, como alambres estirados. Algunas veces, al tratar de discernir a través de la película blanquecina que se ha instalado en los cristales, cuajados por fuera por pequeños granos de agua, alguno de ellos usa el puño o la manga y traza círculos nítidos que al poco rato se ven cubiertos por una nueva capa blanquecina.
Por fin escapan de la avenida congestionada, están en una zona habitacional. Se detienen detrás de otro auto, junto a un jardín que abarca poco más de cuatro manzanas de longitud y que luce pardo y lúgubre gracias a la multitud de árboles que lo habitan. Los tres hombres encienden un cigarrillo al mismo tiempo, y al darse cuenta de la acción casi sonríen, pero la angustia que les estira las entrañas lo evita y sólo se miran de reojo. Los dos que van adelante ya han pasado muchas veces por algo así, sin embargo es inevitable la zozobra previa a la acción, porque nunca se sabe si algo, a pesar de todas las previsiones, saldrá mal. El que va atrás, ese sí no sabe qué hacerse, se llama Román pero le dicen el Muelas, gracias a la peculiar falta de higiene bucal que lo caracteriza y de la que a veces incluso alardea. Fuma el cigarrillo con rapidez, apenas aspirando un poco el humo para casi enseguida exhalarlo en una nube densa, azulosa; su pierna derecha se agita enajenadamente mientras talla todas las uñas de la mano con el pulgar, sintiendo la textura de cada una. Se le nota que tiene ganas de decir algo, cualquier cosa que se lleve el silencio que se vive dentro del auto y que gracias al humo parece más profundo. Va a hablar, pero no, mejor se decide a tocar la cacha de la pistola que le asoma por encima del cinturón. Para su fortuna, el Morro, detrás del volante con aquel rostro pétreo que tiene, rompe el silencio y pregunta al Juanis si está completamente seguro de que el bisne no tardará en llegar. Por el tono y la seguridad con que hace la pregunta, se ve que es el que manda allí, aparte de que ni siquiera se digna mirar al interrogado, quien por su parte contesta que la ha estudiado por casi dos meses y que se sabe sus movimientos de memoria. Un nuevo silencio se derrama dentro del auto y nuevos movimientos frenéticos agitan al Muelas, apenas visible entre las tinieblas de la humareda.
–Ya estate quieto, Muelas, que me estás sacando de quicio –dice el Morro tras un buen rato, mirándolo desde el retrovisor con sus inescrutables ojos negros, brillosos como manchas de tinta. Comienza a bajar la ventanilla de su puerta y el humo se escapa como en una olla hirviendo.
–Qué habrá pasado… –se le escapa en voz alta al Juanis después de varios minutos mientras baja también su vidrio–, ya se tardaron...
Ha pasado ya bastante rato y ninguno dio cuenta del momento en que se oscureció por completo. El frío que se mete por las ventanas ya les empezó a calar, cosa que no deja de afectar al Muelas, cubierto apenas con una camisa de franela, porque nuevamente se le agita el cuerpo en espasmos incontrolables, provocando movimientos en los sillones del auto.
– ¡Chingada madre, pinche Muelas! ¿No te puedes estar en paz? –brama el Morro con la voz ronca y los ojos saltones, los dientes le asoman bajo el tosco bigote.
–Es sin querer, Morro, es que tengo frío –casi chilla el Muelas, presa del pánico–; ¡chingada!, se me olvidó mi chamarra... oye, Juanis, ¿no tendrás algo de tequila por ahí? Para entrar en calorcito, porque pinche frío de perros, no es normal que esté lloviendo así…
–¡Dale el puto tequila y que se calle este pendejo de una buena vez, está para rajarle los güevos a cualquiera!
El Juanis, sin responder palabra y sin dejar de mirar hacia el final de la calle, saca una botella oculta debajo de su asiento. Da un trago generoso y hace un sonido desagradable cuando la separa de la boca; se la va a llevar nuevamente a los labios pero el Morro se la arrebata y bebe a su vez, interminablemente, tanto, que cuando el ansioso Muelas la recibe, apenas alcanza para enjuagarse la boca tres veces, las suficientes, sin embargo, para hacerlo toser una vez vaciada la botella.
–A ver si con eso ya te calmas –dice el Morro encendiendo un nuevo cigarro, le lanza una mirada fugaz por el retrovisor.
Este Morro no es tipo de arrepentimientos, o al menos no los confiesa, pero con ese nerviosismo del Muelas piensa que habría sido mejor traer al Gargajo, que aunque a veces más salvaje de lo necesario, por lo menos ya domina los nervios y no los anda contagiando a los demás. Nunca lo admitiría, pero trae un mal presentimiento de todo esto y ya estuvo a punto de proponer la retirada. Sin embargo, el trago lo ha tranquilizado y decide aguardar un poco más. Si hubiera hecho caso a ese instinto (tan molesto a veces pues fácilmente se confunde con el miedo) y hubiera decidido dejarlo todo para el día siguiente, no habrían tenido que esperar tanto tiempo y a esas horas ya andarían en el disfrute del negocio para el cual habían venido. De cualquier manera no es el único que se siente mejor después del trago, también el Muelas se ha sosegado y hasta parece que se va a quedar dormido en cualquier momento, como un bebé. Del Juanis no hay que hablar siquiera, un tipo tan parco de semblante aunque tan resuelto a la hora de la acción, suele infundir confianza, incluso en un jefe que se atreve a dudar.
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