sábado, 1 de marzo de 2008

Sonidos bajo el agua (Parte 1 de 5)

La entrada del metro es un hoyo de luz en el piso. Llueve. En los charcos dispersos de la plaza, las gotas dejan fugaces círculos y algunas burbujas, como si el agua estuviera hirviendo. Hace algo de frío, pero ese no es obstáculo para que una figura vacilante se acerque al agujero luminoso y baje poco a poco, recargado en la pared, arrastrando entre los dientes puñados de palabras. Es tan fina la lluvia que parece mentira que alguien pudiera mojarse, pero lo cierto es que el hombre baja chorreando y dejando espejos de agua a lo largo de su camino, hasta que, ante la mirada ceñuda de un viejo encargado de la limpieza de los pisos y corredores de la estación, se sienta y cierra los ojos.
–Acabo de trapear allí, carajo –dice el viejo con voz áspera mientras empuña el trapeador con sus guantes de hule rojo y lo blande retadoramente. El tipo parece no escucharlo o quizá sólo finge, porque se pone a sacudir el agua de su ropa, casi impermeable de tan grasienta.
–¡Hey, hey, hey, te estoy hablando! –insiste el viejo con impaciencia al tiempo que le clava el trapeador en las costillas varias veces.
–Chale, pinche ruco, ya deja de joderme, chingá, ¿no ves que está lloviendo? Tu puta madre, ca...
–Y yo te estoy diciendo que ya limpié allí... ¡puuuta! No te me acerques tanto que apestas a madres, güey, y más vale que te largues, ya se va a cerrar el metro y bien sabes que aquí no es hotel.
–Tsk... ¡Chinga tu madre, pinche ruco! Ni que fuera tu casa, ¿qué no sabes que el metro es de todos...? Uuu que la chingada, ya viene el azul, así serás bueno, cabrón, pinches montoneros... y tú suéltame tirano, ¿qué no ves que ya me estoy yendo...? ¡Que me sueltes, chingá, o te voy a partir tu madre...! Si no tuvieras la fusca y esa pinche macanota meagarras, verías como te ponía... su puta madre, pinches ojetes... su puta madre...
La voz pastosa del hombre se va apagando conforme se aleja de la entrada, pero aun así, el viejo permanece un rato mirando las escaleras que suben al agujero nocturno. Otro viejo, también enfundado en el uniforme azul y los guantes de hule rojo, se acerca al policía con algunas palmadas amistosas en la espalda. Tiene un cráneo bruñido con unos pocos pelos blancos que se atoran en el aire filoso.
–Qué pasó, mi poli –dice dirigiéndose más al otro viejo que al policía– ¿otra vez se quería quedar a dormir el chente?
–Ya me tiene harto ese cabrón –dice el viejo con una mirada torva aún anclada en la superficie–, siempre lo mismo, a mi se me hace que ya nomás lo hace por chingar. Pero gracias a Dios que ya casi nos vamos.
–No te lo tomes tan a pecho, Fermín, además, aquí el buen poli te salvó de que te desfigurara la carota, ¿no? Je, igual y hasta te hubiera hecho un favor.
Fermín enrojece ante las risas del otro viejo y el policía, carraspea con un puño en la boca. Después dice:
–Si, cabrón, tu estarás muy bonito.
–Gracias, joven, favor que usted me hace je, je, je.
Sin hacer caso ya de las burlas, limpia nuevamente el lugar donde el vagabundo dejó sus charcos, pero el coraje no se le ha ido del todo y en un movimiento torpe, el trapeador se le resbala de las manos, produciendo un ruido seco al caer. “¡C-h-i-n-g-a-o!”, dice incrédulo con voz chillona y se inclina para recogerlo.
–Ora, así perdió Satanás –dice Rómulo mientras le pica el culo con el palo de su trapeador y estalla después en nuevas risas con el policía, quien tan sólo los mira, sin decir palabra, recargado en uno de los torniquetes. Lleva únicamente un día en esa estación y apenas sabe los nombres del par de viejos, pero ríe de buena gana. Y la risa se le convierte en carcajada cuando mira a Fermín, reaccionando como si lo hubieran quemado y diciendo, sonrojado e iracundo: “¡Chinga tu madre!”.

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